sábado, 11 de enero de 2014

La Promesa- RUFO


                                     
Antigua vista de Guadalupe



¡Guadalupe! Esa era la palabra mágica que siempre le conmovió. Cuando escuchaba  hablar sobre Guadalupe las orejas le delataban, esforzándose por entender y captar todo lo que se dijera. Su difunto abuelo le inoculó esa pasión obsesiva. Él  había nacido y se había criado allí, y le relataba mil y una historias de su juventud. La libertad casi salvaje en que vivió entre aquellos pedregales, hasta que, muy joven aún,  lo trajeran a La Jara.

Hacía ya ocho años que naciera y todavía no le habían llevado a Guadalupe. Había empezado a considerar seriamente que a este paso, se haría mayor sin poder cumplir la promesa que le hiciera al abuelo antes de morir. Tienes que ir –le pidió-. Recorre aquellas calles empinadas  y marca todas las esquinas en mi nombre.

Si no hallaba pronto perspectivas de ese viaje, se vería obligado a emprender el camino por su cuenta. Era una aventura arriesgada y peligrosa, eso sin pensar en el disgusto que supondría para la familia, pero ya encontraría la manera de llegar. Además,  por el camino –pensó- siempre encontraré alguien que me pueda  ayudar. Por eso, cuando aquella tarde escucho a la pequeña  decir por el teléfono a su amiga que el siguiente fin de semana irían de visita al Monasterio,  un escalofrío le recorrió el espinazo y le puso los pelos de punta.

Los días que faltaban para el viaje los vivió en estado de  excitación contenida, y el sábado no quiso probar bocado antes de salir.

Fue el primero que se encaramó en el seiscientos. Menos mal que en los Guadarranques  hubo una pausa para desentumecerse, porque la emoción le había descontrolado la vejiga.

Atravesaron un mar de encinas entre curvas que se le antojaron interminables. Su ansia por llegar le privó de disfrutar el recorrido.

Cumplir la promesa que le hiciera a su abuelo le llevó todo el día. Recorrió una a una todas las calles del pueblo, y en el viaje de regreso,  agotado, los ojos se le cerraban ajeno a la conversación de los otros. Sentía un gran alivio, pero tenía a la vez una sensación agridulce, decepcionante, pues este Guadalupe no se parecía al  que le describiera el abuelo, no lo encontró acogedor ni entrañable como se lo imaginara.

Poco a poco fue entrando en un estado de dulce sopor. Empezó a soñar con su antepasado al que encontró en un mundo irreal donde solo estaban los suyos.
Al llegar a casa seguía inmóvil en su sitio, y no escuchó cuando la niña le zarandeó y le dijo: Vamos “Canelo”, que ya hemos llegado.

Esta, al ver que no reaccionaba se asustó y entró en casa alarmada:  ¡Mamá, mamá, el perro no quiere bajar! ¡Está como muerto!


                                                
Canelo

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