“Por
San Antón, gallinita pon” decía mi abuelo,
con la llegada de cada 17 de enero, y a quién mi abuela, también invariable respondía
con su contra- refrán “Sí… por San Antón
gallinita pon, pero la que es buena pone por Nochebuena, y la que es mala va a
la cazuela”.
A
mi me importaba poco que las gallinas comenzaran a poner antes o lo hicieran después, por que
con la reciente matanza del guarro, casi todos los huevos iban a parar a la
tienda de tía Genara, en trueque
de cualquier conserva o a cuenta
de una vara de tela para confeccionar
alguna prenda precisa, por que, como solía
ocurrir, la ropa a fuerza de uso llegaba
un día en que, entre zurcidos y remiendos no daba más de sí.
Lo
importante para mí aquel día era subir a La Peña del Águila a correr los cencerros con los demás muchachos. Pero
tenía un problema: Mi padre había vendido ese año la piara de ovejas y el trato
había incluido también los cencerros. Mi madre por consolarme había sacado no
sé de qué rincón un cascabel. ¡Que cosa más ridícula! un triste cascabel… y ya
preveía las burlas de mis amigos al comparar mi insignificante cascabel con sus tronantes cencerros.
Si
fue un ángel o el mismo demonio quién me
inspirara la solución ahora no viene a cuento. Las cabras de tío Crisanto me
pillaban de camino y en el mismísimo cercón uno de los machos encaramado a la pared
ramoneaba las vecinas olivas. Como una tentación la cencerra repicaba con cada cabeceo del
chivo: “Don con din, ven a por mí, don sin din, tonto de ti”. Un mendrugo de
pan duro me sirvió para conseguir su confianza. En el escaso tiempo que tardó
en roerse el pan aproveché para arrebatarle la cencerra. De inmediato, loco con
el botín, lo levanté y volteé para probar su sonido. ¡Que bien sonaba la joia! Más
que cencerreo parecía el campanilleo
metálico de la mejor esquila. Pronto comprendí, que afinada en el aire puro de
las cumbres, solo podía sonar a gloria bendita. Ya adivinaba la sorpresa de mis
amigos cuando me vieran aparecer con la cencerra, y su envidia al escuchar su
limpio tintineo contra el machacón
dolondón de sus cencerros.
Durante
todo el día gozamos como locos con el acarreo de leña para que no se apagara la
gran lumbre. Incansables y con la bulla de una bandada de gorriatos callejeamos
una vez tras otra por el pueblo para culminar siempre en La Peña del Águila, con el
machacón cencerreo y el cantar al Santo:
San
Antón como era viejo
Tenía
barbas de conejo
Y
su hermana Catalina
Las
tenía de gallina
Y
su hermana Sinforosa
Las
tenia de golosa.
Anochecido
y ya de vuelta a casa quise devolver al chivo lo que en justicia le pertenecía.
Como las cabras ya se hallaban encerradas en el corral salté la pared.
Localizado el macho me acerqué confiado para colgarle su cencerra, pero el muy cabrito lejos de
recibirme como amigo me envistió a traición con tal testarazo, que casi me
lanza fuera del corral. Aturdido y embarrado logré llegar a casa, aunque sin
poderme explicar como había podido escapar de tan inesperado trance. Tantos años
después sigo sin olvidar la expresión de
espanto de mi madre cuando me vio entrar por la puerta. Tampoco se me olvida, que
aunque aquella fue una de las noches más frías del invierno, sin pretenderlo, yo
dormí doblemente caliente.
que historia muy bonita, debo leer otra vez para entender a todo,
ResponderEliminarMe encanta el relato. La niñez , la candidez, el riesgo, la tradición ,la melancolía, el recuerdo, ....Hay tantas cosas....
ResponderEliminarEsther G.