miércoles, 20 de agosto de 2014

La última golondrina. Cuento. Parte 1ª


LA ÚLTIMA GOLONDRINA-  Parte 1ª

                                                        Alfonso Yuncar
  
Hay pactos sellados por lazos indelebles, por leyes naturales nunca escritas. Este es el caso del acuerdo que establecieran los primeros humanos con las golondrinas: El agricultor las protegería y aceptaba que colgaran los nidos bajo sus techos, a cambio de que ellas  les ayudaran a controlar las dañinas  plagas de insectos. Desde entonces, las golondrinas supeditadas a los ciclos migratorios regresan de África cada primavera para cumplir su parte del trato.   

La historia que vengo a contar trata sobre una golondrina que durante un verano de los años 60 rompió su cascarón en algún cobertizo de comarca de La Jara (Toledo). Por entonces  yo era un niño un tanto despistado y fantasioso, que daba pié a que mis padres me reprocharan con frecuencia “Solo tienes pájaros en la cabeza”,  frase hecha, que en mi caso también respondía a  mi afición. Por que igual que había muchachos que se apasionaban con el fútbol o las películas del oeste, a mí me fascinaban los pájaros.

Hasta marzo no solían llegar las primeras golondrinas  y su llegada era tan bulliciosa que a nadie podían pasar desapercibidas. Tras su tradicional saludo de llegada “Fui al mar, pero ya volví, con mis tijeritas corté una raiiizzzz” comenzaban a reparar  su antiguo nido o a construir  otro nuevo en sitios tan cercanos como el  pajar,  la cuadra, el portalón o el corredor. Lo armaban con barro, boñiga de vaca, mezclados a su vez con raicillas, paja,  lana, plumas... ¡Cuantos viajes desde el  incipiente nido a la charca en busca de barro! ¡Qué pericia alfarera la suya! Con frecuencia me sentaba en el corredor y  boquiabierto seguía sus idas y venidas, cómo remontaban el aire, zigzagueaban, planeaban  a ras de suelo o lo más fantástico, como se deslizaban sobre el agua del abrevadero para levantar en el pico dos gotas de agua.

Con el nacimiento de las primeras crías y su creciente voracidad las parejas redoblaban  esfuerzos. A finales de verano, concluido ya su periodo de anidada, las últimas crías aprendían a volar. Tras el acelerado aprendizaje y los consejos finales de las más veteranas se cerraba un ciclo. Solo quedaba recibir la señal establecida para partir hacia África. Lejos quedaban ya las parvas tendidas al resistero y sus nubes de gorgojos que convidaban a la legión de pájaros a un continuo festín.
    
Una tarde, cuando  me encargaba de limpiar el gallinero, vino a caer entre la leña del corral una de aquellas golondrinas. Mientras la examinaba, su corazón parecía que fuera a estallarme en las manos. Pronto averigüé el alcance de su daño: Una herida en el ala y una pata rota; accidente tal vez producido en  un encontronazo con  los cables del tendido eléctrico.  Por las tiernas comisuras del pico concluí que se trataba de una golondrina nacida aquel verano.

Al mostrársela,  mi  padre  confirmó  la gravedad de la fractura. Si al daño añadimos la cercanía del otoño con la  disminución gradual de insectos y la difícil travesía del mar a que deben enfrentarse estos pájaros, su futuro no podía pintar más negro. Como no me resignaba a la fatalidad probé a  introducirle algunas moscas en el pico y tras darle a beber dos gotas de agua, decidí alojarla en el nido ya abandonado del corredor. Al día siguiente cuando subí a buscarla, me recibió con el pico abierto, impaciente por llenar el buche.

Fue a Silverio, un amigo mayor que yo  a quién se le ocurrió entablillar la pata  rota con una pluma de paloma y una pizca de yeso. Tras la operación, el cirujano hizo un amago de lanzarla al aire:
-¡A volar!- gritó de broma-.

Y “Avolar” decidió llamarla mi amigo. Pero el agua de aquel bautizo también me salpicó a  mí, por que desde entonces Silverio me colgó el apodo de Golondrines y con Golondrines me quedé. Así terminó por llamarme desde  el crió que apenas  balbuceaba sus primeras palabras  hasta el último mono del pueblo. Y llegó un momento, en que me acostumbré de tal forma  al apodo, que cuando mis padres me decían “Ciro esto o Ciro lo otro” me parecía que se dirigían a un extraño.

Más allá de la amistad, Silverio vino a ocupar el lugar del hermano que nunca tuve. ¡Pobre Silverio!, la vida no había sido generosa con él. Como las desgracias no suelen llegar solas, a la condenada enfermedad  que le llevó a la silla de ruedas se sumaría poco después la muerte de su padre. Tras la muerte paterna, Petra, su madre, decidió hacer  de tripas corazón y aceptar cualquier trabajo por duro que fuera: Lavandera, enjalbegadora, aceitunera, partera  y hasta en ocasiones, capadora de cerdos. Lo primordial  era poder  llevar un mendrugo de pan a casa  y algunas  monedas para  salir adelante.

Pronto, Petra y Silverio descubrieron los cursos por correspondencia: Petra aprendió el oficio de Corte y Confección y Silverio el de Técnico de radio. Aunque solo contara  14 años, Silverio era un muchacho tan despierto y progresaba tan deprisa, que según su orgullosa y ocurrente madre “Era capaz de inventar hasta bozales para pulgas”
                                                                        
Cada mañana al levantarme corría a dar de comer a la golondrina, pero  a pesar del apetito con que engullía  los insectos, continuaba sin  recuperase.  Era evidente que el tiempo corría en contra de Avolar.
Según pasaban los días el sol imponía su pereza,  y aquel  incendiario dragón que un mes atrás  calcinara  prados y sembrados, de pronto se había convertido  en un manso mastín; tan tierno y dulce, que con él los colores se derretían como caramelos en la boca: Limón y naranja en los chopos y cornicabras, café con leche o chocolate, en el llano labrado,  violetas marchitos en las sierras… y  en los cielos  crepusculares, pura  miel y jugos derramados de fruta.

Por fin llegó la señal esperada y las aves migratorias comenzaron a marcharse: Una tras otra, las diferentes bandadas de golondrinas se agrupaban un día sobre los cables y al siguiente desaparecían. Con las golondrinas también se marcharon los aviones y los vencejos, y un vendaval acabó por derribar de la torre de la iglesia el nido abandonado de las cigüeñas. Solo quedaban por pasar las grullas, y las grullas tampoco se hicieron esperar mucho. Una noche ya dormido, soñaba que sus graznidos  me invitaban a partir con ellas. Un presentimiento me despertó, de inmediato corrí a la ventana; y por un instante pude distinguir a la luz de la luna, como remaban en formación  hacia un sur más tibio y acogedor.

Desvelado, cerré los ojos con fuerza para volverme a dormir, pero las pesadillas se sucedían una tras otra: Mientras daba de comer a la golondrina, un gavilán se lanzaba en vuelo picado y me la arrebataba. Angustiado, atravesé las nieblas del sueño y al contemplar como se la zampaba sobre un peñasco, no pude evitar un grito de horror.
-         ¿Ciro, te ocurre algo?- escuché sobresaltada a mi madre.

Al pensar en mi pajarilla crecía mi incertidumbre. Si no recuperaba pronto el vuelo  ¿qué suerte correría? ¿Cómo podría sobrevivir cuando llegara el frío y faltaran los insectos? Incluso en caso de volar, ¿Qué señal misteriosa podría orientar su camino en solitario hasta  África?  Cuando Silverio  me señaló en su atlas la región tropical hasta donde suelen emigrar las golondrinas, a mí, que hasta el pueblo más cercano  me parecía el fin del mundo, se me encogió el corazón.

Como los insectos eran cada vez más escasos, se le ocurrió a Silverio otra brillante idea: Untar la tapa de un bote con miel para atraer a las moscas y así obtener además una ración más nutritiva. El invento funcionó y lo agradeció la golondrina que empezaba a lucir  una viveza y un lustre de plumaje antes desconocidos. A pesar de esa mejoría continuaba sin recuperar el vuelo. Una y otra vez, impaciente por que volara  la lanzaba al aire, pero tras unos breves aleteos, incapaz de mantenerse regresaba al suelo.
                                                  
Una mañana, Silverio me pidió que le llevara a casa del alcalde. Su esposa Doña Florentina, una maniática de los seriales radiofónicos, le reclamaba con  urgencia para que arreglara su radio. El capítulo final de su novela favorita se emitiría aquella misma tarde y la señora por nada del mundo quería perdérselo. Cuando mi amigo se hallaba en plena operación, llamaron a la puerta. Se trataba de unos  titiriteros que venían a solicitar permiso para  ofrecer su espectáculo aquella misma noche.

Componían la comisión una mujer de rasgos exóticos y un generoso escote,  que se presentó como Pura Canela, y su marido, un hombre de tez morena y tan pequeño que yo le sobrepasaba en altura.  Para convencer a la autoridad, Pura Canela describía las cualidades de sus actuaciones: “Un espectáculo lleno de arte y de magia, muy diferente a los que suelen representar otros titiriteros”. Y  enumeraba los importantes éxitos obtenidos  en su gira por el mundo; pero sus  explicaciones chocaban una y otra vez contra el áspero muro  de D.  Ciriaco:
 - Dudo mucho que su espectáculo posea la calidad moral que merece este pueblo; por tanto, de ninguna manera autorizaré su actuación.
 Doña Florentina, que desde la cocina  contigua no había perdido el hilo de la conversación, se atrevió a sentenciar entre dientes:
 - Bien dice el refrán: “De comediantes y titiriteros no fiarse ni un pelo”. Y si quieren comer, que trabajen como hacemos la gente decente.
De repente, Silverio que hasta ese momento solo parecía concentrado en la reparación, abandonó  la radio destripada sobre la mesa e indignado le soltó a Dña. Folletines:
  - Si esta noche nos quedamos sin títeres, usted se queda sin enterarse del final de la novela.
  - Que sepas botarate, que en este pueblo quién manda es mi marido y a los “pelagatos” como tú, solo  les queda  obedecer y decir  amén a todo.

Yo pensé que, ante las duras amenazas de la alcaldesa  Silverio cedería, pero lejos de reanudar el trabajo, el técnico giró la silla de ruedas y decidido se lanzó hacia la salida. Rápido le cerró el paso  Dña. Folletines  y tras frenarle  la rueda con el pié, en tono ya más conciliador le prometió que trataría de convencer a su marido.
Ante la inesperada rebelión, Doña Florentina y el alcalde se encerraron en el despacho a discutir el asunto. Durante la espera, entre la antesala y la cocina se espesó en el aire  el olor a repollo cocido mezclado  con  el perfume dulzón a alhelíes que desprendía la artista. La tensión  se rompió cuando la alcaldesa salió con el permiso firmado. Al entregárselo a la artista, su hocico se alargó como el de una raposa. Tras ellos,  Dña. Florentina pegó un portazo y volvió a la cocina; clavó su fiera mirada en el pobre Silverio y enseñándole los dientes  le lanzó:
   - Que te conste mentecato que esto no acaba aquí. Ya sabes el refrán que dice   “El que ríe el último ríe mejor “.

A pesar de la amenaza y el enfado,  mi amigo cumplió su parte del acuerdo y para celebrar la victoria nos unimos a los muchachos que en tropel se dirigían al campamento  titiritero. El lugar elegido era una explanada  con cuatro desmadejadas acacias a las afueras del pueblo. Junto al carromato habían levantado una tienda de campaña. Dos pequeños, hijos de los titiriteros jugaban a la peonza, y sobre el fuego improvisado entre unas piedras hervía una olla.  Las mulas reponían fuerzas repelando el pasto del baldío, y los monos, con cadena al cuello,  se despiojaban, amamantan a sus crías  o cavilaban con la mirada nostálgica perdida en las copas de los árboles.

Pura Canela asomó por una puerta del carromato y seguida de un perrillo de lanas, se acercó sonriente a Silverio y a mí para entregarnos una nota  y dos pesetas, con el encargo de que se los hiciéramos llegar al pregonero. El pregón escrito con letra menuda decía: “Pura Canela de Cuba/ y el gran faquir Traga Cirios / Ofrecerán esta noche/ en la plaza  mil prodigios / Desde pulgas danzarinas/ Hasta el vuelo de un borrico”.      

Tras cumplir el recado me acordé que la golondrina debía estar ya hambrienta   y corrí hacia mi casa. Mientras engullía ansiosa su ración, surgió un nuevo imprevisto: Mi perra Rita, tal vez excitada  por el celo, gruñía nerviosa y olfateaba bajo la puerta del corral. Al salir a la calle para espantar al supuesto pretendiente me tropecé con una sorpresa: El perrillo titiritero. Con la idea de atraparlo se me ocurrió sacar a la perrilla y utilizarla como señuelo, pero lejos de caer en mi trampa, fue ella, la muy bribona quién  escapó de mis brazos  y disparada como un cohete desapareció con él.

Cuando pude encontrarla, aproveché uno de sus momentos más apasionados para cazar al Don Juan. Rosa “La Burra” que con su niño en brazos debió seguir mi peripecia, me soltó su coz:
- Déjalos retozar, que esa perra tiñosa no vuelve encontrar otro  perro tan fino.
Harto de sus frecuentes burlas, decidí rebelarme entonces:
-        ¡Burra, deja ya de rebuznar y dale de mamar a tu buche!-       
   
De pronto, su boca se había convertido en el cañón de una metralleta disparadora de  venablos, que solo consiguieron despertar el berrinche del pobre crío. Abochornado, con el perro bien sujeto y la perra tras mis pasos esquivé sus  lindezas.  Ahora solo pensaba devolver el perrillo a su ama, que alarmada ya había salido  en su busca. Cuando se lo entregué,  Pura Canela, que debía contar con poderes mágicos, quiso corresponder  a mi favor con la concesión de un deseo.

Le conté la tragedia  de mi golondrina y mi preocupación por su suerte:
- El problema es que si no llega pronto a África no sobrevivirá- Le confié-.
- Cada problema encuentra su solución; así pues vuelve cuanto antes con tu pajarita  y veremos que podemos hacer.

Con la velocidad del rayo, regresé al campamento con la golondrina y tras un examen de Pura Canela, decidió retirarle la escayola. Después, alcanzó una hoja de papel y de varios dobleces consiguió una pajarita. Se desató la trenza de pelo y cortó en dos la cinta roja; con un trozo anilló la pata de la golondrina y con el otro enlazó la pajarita de papel. Todo en aquella mujer irradiaba magia y misterio: Su voz melosa, sus grandes ojos, los labios de encendido carmín y su oscura melena. La fragancia que desprendía, delicada al principio, empalagosa después, me produjo un cierto aturdimiento qué, Pura Canela me ayudó a despejar con una infusión de hiervas.

Con la promesa de que no faltaría  aquella noche a la función, me entregó la golondrina y la pajarita de papel,  con esta advertencia:
 - Mañana temprano nos marcharemos de éste pueblo; solo entonces deberás volver al campamento  y antes de que se consuman las últimas brasas quemarás en ellas la pajarita de papel. Si sigues mis instrucciones comenzará a cumplirse tu deseo.
 - ¿Y podrá llegar sola hasta África? – Insistí de nuevo preocupado.
 - Debes aprender  a ser paciente por que: < No es el martillo el que labra  los guijarros de río, sino la constancia paciente del agua > - me respondió-.
                                                                                                                                                                           Continuará…

2 comentarios:

  1. que sorpresa para mi ver esta historia en tu blog......
    muchas gracias, se como me gusta

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  2. pero que interesante narración sigue escribiendo ,,seguire leyendo

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