Hoy os ofrecemos el cuento "Los sábados: cine" escrito por nuestro paisano Juan José Fernández Delgado (Aldeanueva de San Barlolomé 1949). Un hermoso cuento que destila magia y nostalgia y cuyo editor David García Villa ha tenido la gentileza de autorizarnos publicar en este blog.
"Los sábados: cine" es solo uno de los 12 relatos que componen el libro " El Corro de Las Mentiras " .
Este cuento se acompaña con un vídeo que hemos creado, "Cine español durante el franquismo 1936 a 1975".
"El sábado: cine"
Juan José Fernández Delgado - Aldeanueva de San Bartolomé (Toledo)
Pero no era
necesario esperar al sábado para que llegara al pueblo, atardecido, cualquier
día de la semana, Quico Marina con su
máquina-chicharra y una película cien veces cortada y metida en una caja
protectora del color del níquel y forma de una gran rodanca. Era, y es, «el rollo».
Pocas veces venía directamente desde su pueblo natal, San Román de los Montes,
aldea montuna que gana la avanzada de la Sierra de San Vicente, junto a
Garciotún y Cardiel, también de los Montes. Saldría de su casa un lunes a media
mañana en dirección a Talavera, en donde cambeaba la película con que había recorrido los pueblos de los
alrededores la semana anterior por otra, y con ella se allegaría hasta los
pueblos y aldeas que marcan las lindes de la provincia de Toledo.
Lo cierto es que
Quico Marina llegaba en la Doaldi, muchas tardes y siempre antes de que se
pusiera el sol, procedente del poblado
obrero talaverano conocido como Patrocinio, en donde tenía, de por vida,
concertada la cena y apalabrada la cama; o de Alcolea, después de haber
«echado» cine también para deleite de los colonos de El Bercial, y se apeaba
entre las puertas falsas de don Enrique y un corralillo que daba cobijo a «la posá del tío Eliso» y a la tienda de «tía
Marchena». Ahí, precisamente, la camioneta, que en aquellas altas fechas era
conocida en el pueblo como la Blanca Chata,
tenía su parada, tanto a la ida como al regresar de la alta Extremadura...
Y entre la enorme polvareda que traía cuando
llegaba, o que dejaba tras de sí al pasar delante de «el Lagar», recuerdo a un
cobrador jorobado, de cara ancha y nariz recta y pronunciada en demasía, debajo
de la cual se perfilaba un bigote «franqueado». Su mirada es traviesa y tiene el
genio pronto y afilado, y rodeado siempre de malas pulgas que buscaban las
patillas de los muchachos si daban en estorbarle en su trabajo. Sobre la oreja
llevaba un lápiz de ¿carpintero?, que escribía en azul cuando mojaba la punta
en el ápice de la lengua, y en la comisura de los labios sostenía un cigarro de
«caldo gallina», que él mismo se había liado, a pesar del traqueteo de la
camioneta, y siempre estaba apagado. Excepto los días de guardar, iba metido en
un mono azul, cuya cremallera color áureo se prolongaba desde el cuello hasta
el punto más bajo de la bragueta; y, siempre, tocado por una boina «sin capar».
«No hay güevos pa caparla»,
le oí decir un día o dos a tres guasones del pueblo que con él se andaban entre
bromas, mientras subía y bajaba dieciséis veces la escalerilla de la camioneta.
Recuerdo, digo, verle «gatear» por la escalerilla con una maleta o una cesta de
mimbre con cincuenta ataduras para alcanzar la baca del auto... Luego, extendía
la lona sobre los bultos, la reataba y decía dando un portazo: «Vámonos, Marcelino».
Lo primero que hacía Quico Marina al apearse
de la «Blanca» era entrar en la posá para garantizar la cena y la cama e, inmediatamente, se iba
a la taberna de Fausto «el Rojo», que allí cerca estaba para hacerse ver y
vocear que traía una película de indios:
—«El bueno» es un
tío cojonúo que
mata a todo el que se le ponga por delante. Da cada puñetazo que me duelen hasta a mí las muelas cuando
le veo arrear a diestro y siniestro... Lo que traigo hoy no tiene precio. ¡Esto
hay que verlo! —decía vaciando un chato en el bar de tío Sinfuriano regentado,
entonces, por Pepe Gurriato, o en la taberna de la Recovera, o en el
Portalillo, o en el café de Juan Pascual que, a la postre, sería la enseña del
cine en Aldeanovita, con el sobrenombre de Los Claveles, junto a La Perla del
Sur, los dos grandes bastiones cinematográficos en la historia del cine de la
aldea.
Y la llegada de este hombre enjuto, de cara
redonda adornada por un bigotito bien perfilado, ojos pequeños, mas de mirar
penetrante y audaz, voz ronca de tanto gastarla haciendo parroquia y, luego,
comentando muchas veces las películas mudas que «echaba»; tocado de gorro de
paño color mazarrón y siempre chaqueta de la misma color que el sombrero, su
llegada al pueblo, digo, se extendía por todas las callejas con la velocidad de
las malas noticias, y significaba un revulsivo que soterraba por completo lo
anodino de la vida aldeana.
—Oye, que también
llevaba boina Quico Marina —me dice la memoria.
—Ya, ya lo
recuerdo. Es verdad. Pero jamás los fines de semana.
— ¿Y por qué le
llamaban «Marina»?
—Por asociación con
el Quico Marina del pueblo y, además, se parecían en la carnes prietas y pocas
chichas.
Otras tardes llegaba tío Fermín, nuestro
paisano, que también traía películas de indios, y otras de protagonista y
melodrama: La hija de Juan Simón, Ahí viene Martín Corona...
A estas dos películas que,
indudablemente, marcaron un hito importantísimo en la historia del cine en
Aldeanovita y que, aún, la memoria popular recuerda con nostalgia, se ha de
unir por derecho propio Esa voz es una mina, protagonizada por Antonio Molina, con la que popularizó su
canción Soy minero,
canción que, aún hoy día, resuena en el cruce de las carreteras la voz de Chine
Pulpo.
En honor a la verdad, hay que señalar que tío
Fermín, por ser nativo de Aldeanovita, gozaba de una sutil ventaja sobre Quico
Marina:
— ¿Cuál? —se
preguntarán más de dos.
—Pues, muy
sencilla: una hora antes de que empezara la función, mandaba a todos sus
sobrinos y a los nietos de tío Sinfuriano con sus respectivas silletas al salón
de autos para «hacer bulto» con que reclamar a la parroquia, algo que, si no
prohibido, no le era dado practicar a Quico Marina, precisamente, por
«fuereño».
Y aún se presentaba un tercer cineasta que,
junto a los otros dos, ha de ser considerado, con toda razón y la máxima objetividad
de este anciano y pajolero mundo, precursor de la muy arraigada afición al cine
en Aldeanovita. Me refiero a un hombre al que tampoco le faltaba el bigotito recortado
que, procedente de Valdelacasa de Tajo, siempre traía junto a la
máquina-chicharra y «el rollo» encerrado en la rodanca de níquel unos buenos
chaparrones, casi nunca esperados y necesarios las menos de las veces. Por eso,
cuando aparecía, o se sonaba que ya había llegado con la penícula y su
disposición a «echarla» en el salón esa misma tarde, algún guasón, de los que
nunca faltan, ¡ni han de faltar!, mirando a los cielos, voceaba:
—Bacalao ha venío. Ya lo sabís.
Esta tarde-noche llueve.
— ¿Cómo bacalao?
¿Qué quieres decir? —preguntaba un vecino ayuno en guasería.
—Sí, hombre, sí: va
calao,
mojao.
¿No ves que llueve siempre que acude por aquí el tío de Valdelacasa?
...Esos días de
cine, el pueblo entero vibraba desde lo más hondo de sus entrañas al conocer
que cualquiera de los tres cineastas había llegado. Mucho tiempo antes de que
empezara la función, las calles se convertían en verdaderas riadas de aldeanos
procedentes de todos los barrios portando sus respectivas sillas, bien al
hombro, bien cogidas del respaldo. ¡Todas las calles y las plazuelas se han
ensanchado para dar cabida a tanto entusiasmo, y han allanado su pavimento para
mantenerlo en toda su extensión! Ahora, abro el catalejo y veo bajar desde la
Zorra al inolvidable Quico Chápiles con su silleta al hombro abriendo la
procesión; poco después, viene Julio «Chorcas» y Glaria, Santiago y Chules
Valero; braceando en busca de un ritmo pronunciado y con una ancha sonrisa, callejea
Julián «Tata», el amigo de los indios. Vienen más atrás Galápago y José
«Pantalones» sin hablarse; detrás, Florín «Chiriques» y, más allá, arrimado y
mirando a la pared para que no le viera nadie, Nanín Reto. Veo también a José
Luis «Marqueso», a su primo Repeinao y, traspuesto, a Quiño. Bodas y José
«Tadeo» ríen al socaire de una esquina. Chine baja cantando Una paloma blanca; un
poco antes, Cristeto con su hijo Benjamín, quien años después será asiduo
contertulio en las reuniones que Alejo «Tirillas» ilustraba en la sala de
máquinas. Desde Triana, bajan también con sus respectivas sillas todos los
Tejeros y los Canarios, y algunos Guerrillas, y Jesús «Pocopico » y un par de Pinetes. Simón «Gato»
y Miauco traen de la mano a Faltiqueras,
el más pequeño de la casa. Desde el barrio el
Legío, que no es otro que El Egido, suben
por la carretera Jesús «Duro» y Jesusín «Arrecío», Felisín Gordo, los Negocios
y los Marrupes, y otros aldeanos que no puedo distinguir. Oncho y Popinas. Dos
o tres Apañaos... y algunos Juaquinillos.
— ¡Oye, que no
falta nadie! —alguien me dice.
—Sí, que no ve a
ningún Casca —alguien corrige y dirán más de dos.
—Mira. Por allí
vienen Juanito, el de «mis mulillas», y Perico lanzando ocurrencias y donaires.
Por la
calle de la Iglesia se acerca Chupacharcos; más allá, diviso a su hermano
Visita. Martinillo Aleluya... Desde El Calvario se allegan los Chicheras,
Avelino «el Mozo» y Pepe «Jormiga»... Andrés Chichas... Serafín intenta desaparecer
metiéndose entre el hueco que dejan dos
sillas colgadas de los hombros de sus respectivos dueños en la estrechez de la
puerta de entrada al salón... Hombres, mujeres, muchachos que buscaban el modo
de colarse sin pagar y muchos niños, que ya habían dejado de serlo, todos,
acudían sonrientes y entusiastas al salón de tío Sinfuriano provistos de sus
respectivas sillas más de tres cuartos de hora antes de que empezara la
función...
— ¿Y por qué
acudían con tanta antelación? —me preguntas.
—Pa coger sitio, que si no, no ves na.
La luz
amarillenta y titubeante, que bajaba de una bombilla ahorcada de un cordón en
medio de la sala, se veía reforzada por el vigor de dos babosos carburos y,
juntos, alargaban las figuras de las gentes aldeanas y realzaban su entusiasmo
intensificado al calor de la vocinglera muchedumbre.
Luego,
algarabía, silbidos, pataleos cuando se cortaba el celuloide; risas y
comentarios sobre lo que acababan de ver, al siguiente corte; cachetes
burlescos que nacían y se perdían nada más nacer a modo de collejas, e
interjecciones sonoras y altisonantes cuando el galán se disponía a besar a la actriz y la mano de la censura
aparecía en forma de un negro nubarrón... También lágrimas cuando Juan «Simón»
se aprestaba a enterrar a su hija por ser el único enterrador en el pueblo...
Cuando se iba la luz, lo que ocurría con
excesiva frecuencia, Quico Marina, guiado por su libre albedrío, comentaba con
el desparpajo de cualquier afamado orador el desarrollo de la película,
alumbrado por la candela de los carburos y escuchado por los parroquianos con la
misma atención que prestaba a la voz sonora que, sin apoyo de cineasta alguno,
acompañaba el transcurrir del celuloide.
Toda la magia se
hilvanaba desde una mesa que se colocaba en el fondo del salón, justo delante
del mostrador, o sobre el entarimado que servía de plataforma a los músicos. Desde
allí, salía un chorro de luz que se convertía en puentes, montañas, indios,
caballos, ríos, multitudes, selvas y ciudades... Mas, la magia del cine no
terminaba cuando se superaba el último corte del celuloide y la gente se
marchaba a casa: al día siguiente, la impronta popular adjudicaba
peculiaridades, frases, andares o parecidos a algún aldeano, o se repetían
escenas, o se intentaba imitar la canción de Soy
minero, que Antonio Molina redobla en la
película y, luego, Chine Pulpo pregonaba por las arterias populares...
La ilusión del cine se mezclaba en y con la
vida cotidiana y se prolongaba hasta que llegaba la próxima película. Pero, en
aquellas sesiones nocturnas, llenas de ingenua fantasía y de desparramada
imaginación, lo cotidiano y lo popular, lo meramente aldeano, se evaporaba, se
desvanecía por completo, y las duras actividades, y la cruda realidad; de modo
que los espectadores se adentraban en las entrañas del celuloide y se sentían
afectados por todo lo que en la pantalla ocurría. Así, una de aquellas mágicas noches
en que el protagonista había sido robado sin el beneplácito de los asistentes
y, acodado en la barra del saloon, preguntaba desafiante quién había sido el atrevido, un
joven aldeano, con el grito extendido por la magnetizada sala le ayudó a
identificarle:
— ¡La gitana! ¡Ha sío la gitana! —se desgañitaba llenito de
santa razón.
Y otra de aquellas fantásticas sesiones en que
la penícula iba
de combates aéreos ocurridos en la Segunda Guerra Mundial, otro joven aldeano,
como viera que los aviones pasaban rozando las cabezas de los reunidos y
presintiera que en cualquier momento se estrellarían y, por necesidad, ocurriría
una catástrofe en el salón de tío Sinfuriano, en los primerísimos lances
cinematográficos, abandonó el peligroso recinto a pasito ligero y la cabeza
gacha.
Así se vivía el cine en Aldeanovita y así se
fraguó su afición al celuloide; y de esa manera, ¡ay!, se desarrollaba el
acontecimiento hasta superada la mitad de la década de los cincuenta. Y para
complacer a esa entusiástica afición, se levantaron, a finales de esa década,
dos salas, dos, y la satisfacían con
varias sesiones a la semana, previo permiso del Sr. Alcalde: la de Los
Claveles, gobernado y amenizado por Alejo «Tirillas», y La Perla del Sur, dirigido
por Marceliano «Visita». Cada uno daba su correspondiente sesión la tarde de
los sábados, y dos —tarde y noche— los domingos y demás fiestas de guardar. ¡Y
se llenaban sus respectivos estómagos!, sobre todo en los pases vespertinos, a
los que acudían aldeanos de las parroquias lindantes.
En efecto, la
afición al cine era enorme, tanto que se da por muy verídica esta anécdota en
el afamado Corro de las Mentiras y se lee en los viejos anales de Aldeanovita:
una noche en la que había cine, llegó el hombre a su casa no falto de cansancio
y, mientras se lavaba en el cubo, junto al brocal del pozo, le informó la mujer
de que había cine en el salón de tío Sinfuriano. Los dos muchachos esperaban expectantes
el argumento del padre:
— ¿Cine? —preguntó.
—Sí, cine
—contestaron los hijos a la par.
—Pues ya lo sabís: o ci o ce.
Y los mozuelos
respondieron en voz alta e inequívoca:
—Padre, queremos
ci.
—Pues, hala, al
cine, que hoy no hay cena.
Es cierto también que para fomentar la afición
los cinéfilos, ya Marceliano, ya Alejo, patrocinaban concursos infantiles con
entradas gratis durante largas temporadas. Así, el juego de la piñata de
aquellas fiestas de San Bartolomé llevaba como premio en uno de los pucheros de
barro, que había que romper con un palo mediante un golpe maestro, entrada
gratis en La Perla del Sur desde esa misma tarde hasta la de San Bartolomé
siguiente, amén de un botellín de cerveza. Y el avispado zagal fue Rufino,
Rufino «Butaca», el cual dio en cambear el botellín por una botella de gaseosa manufacturada en la
fábrica Salerito. Y así, nuestro paisano asistió a todos los pases que dio Marceliano «Visita» aquella temporada,
excepto a uno, como sabrá quien leyere.
Cada sala se especializó en una modalidad
fílmica: La Perla del Sur se aprestó a proyectar películas melodramáticas o de
humor, protagonizadas muchas de ellas por Paco Martínez Soria: La ciudad no es para mí, El abuelo tiene un plan, Hay que educar
a papá; también La balada de Narayama, Café de Chinitas, en la que Antonio Molina y Rafael Farina evocan entre
amores, celos y rivalidades el legendario café cantante malagueño; Un señorito andaluz, El último tren de Gun Hill...
Su portada
principal, la de La Perla, estaba adornada con llamativos rótulos y escenas
significantes en las que se veían gigantescos pistoleros en posturas
elegantemente incómodas. El rótulo Los Claveles ocupaba gran parte de la
fachada color pastel... ¡Recuerdo
cómo iba surgiendo la rectangular sala sobre lo que había sido un gran corralón
siempre repleto de cebones...! Se había presentado desde Talavera una cuadrilla
de albañiles gobernada por Luciano... ¡Cómo lanzaba los cubos de cemento...!
En relación con La Perla del Sur, existe una
página que ha quedado grabada en los rancios anales de Aldeanovita... Fue la
tarde de un día de Reyes. La sala estaba al completo, de modo que no faltaba
ninguno de los asiduos asistentes, excepto el agraciado Rufino que había ignorado
su merecido pase gratuito y se fue a la sesión de Los Claveles. Los espectadores seguían atónitos lo que
ocurría en la pantalla. En efecto, Alfred Hitchcock había desplegado la malla
de la intriga en el suspense De entre
los muertos y mantenía hechizados a todos los concurrentes
y le daban toda su atención; y era tanta que una aldeana, cautivada entre todas
por la magia del cine, había traspasado la sutil tela que separa la vida de los
vivos de la de los gnomos, y se avino a confundir la ingenua realidad de la
aldea con la fantasía con que el cinematógrafo atrapa a los atentos y, sobre
todo, primerizos espectadores... Y, de pronto, el techo de la sala dio en
caerse. Primero, fueron unas láminas de yeso próximas a la pantalla; luego,
cayeron las tejas y dejaron ver los primeros luceros de la noche. Al poquito,
se desprendieron más planchas y golpearon sobre las butacas y sobre los
desconcertados espectadores, y más tejas, y después muchas más. Fue entonces
cuando la aldeana dijo a su hija:
— ¡Ay, hija, mira
qué propio es too esto!
Se ve que la penícula va
de obras, y paece toa ella
de verdad —exclamó cuando una hoja de yeso la golpeó en el hombro.
—Sí, madre, mu propia, pero vámonos corriendo, que el
cine se cae de verdad.
Alejo «Tirillas»
gustaba del cine de acción, aunque él era hombre pacífico y de amena
conversación si el contertulio le merecía su confianza; si no, se encerraba en
los monosílabos «sí» y «no», y poco más. Gustaba también, y mucho, del
flamenco, por lo que las tardes de cine daba a los altavoces los cantes de La
Paquera de Jerez, La Niña de los Peines, Antonio Mairena, Antonio Molina, al
que llamaba de modo particular y amistoso «el gato»; también, Manolo Caracol,
Juanito Valderrama y las primeras disputas flamencas con su nueva mujer,
Dolores Abril, Pepe Pinto... Los sábados y los domingos, Alejo lanzaba a todos
los vientos de Aldeanovita estos cantes flamencos una hora antes de que
empezara la función, y se extendían por los campos, y llegaban a los altos del
Castrejón, y
se introducían también en los corrales, de modo que urgían a terminar las tareas
cuanto antes... La Flecha envenenada, Kid Karson y El Toro, Toni Aguilar, Jorge Negrete, Gaston
Santos... Una bala es mi testigo, Con la muerte en los
talones, Látigo negro, La máscara del zorro, El puente sobre el río Kwai...
En estos tiempos, la magia del cine empezaba
el viernes por la tarde, cuando Alejo y Marceliano extendían las carteleras a
lo largo de las fachadas de sus respectivos cines: luego, durante la
proyección, intentabas atrapar el momento que la fotografía te había mostrado;
al terminar la película, se acudía también a las carteleras para recordar lo
que precedía a la imagen atrapada y cómo continuaba la cinta a partir de ahí...
Acabado el último
pase, los cineastas recogían las fotos callejeras y esperaban la llegada del
próximo viernes...
Sí, es cierto, pero no lo es menos que en el
pueblo, por todas sus callejas, por sus corrales y tesos, por sus campos todos,
quedaba desplegada la magia del cine y acompañaba en todas sus actividades
hasta la próxima sesión a las gentes, a todas las gentes de Aldeanovita,
Aldeanovita la bien nombrada.
Pequeñas Historias Rurales
Autor: VV.AA.
Editorial: Princesa Editorial S.L.
Temática: Novela costumbrista
Venta: Amazon
Formato papel: Tapa blanda
Tamaño: 13’97 x 21’59 cm
Nº de páginas: 268
Precio: 13,15 €
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Contacto: davidgv1975@gmail.com