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martes, 5 de septiembre de 2017

Aldeanueva de San Bartolomé - "El sábado: cine"- Cuento de Juan José Fernández Delgado



Hoy os ofrecemos el cuento "Los sábados: cine" escrito por nuestro paisano Juan José Fernández Delgado (Aldeanueva de San Barlolomé 1949). Un hermoso cuento que destila magia y nostalgia y cuyo editor David García Villa ha tenido la gentileza de autorizarnos publicar en este blog.
"Los sábados: cine" es solo uno de los 12 relatos que componen el libro  " El Corro de Las Mentiras " .  

Este cuento se acompaña con un vídeo que hemos creado, "Cine español durante el franquismo 1936 a 1975".

"El sábado: cine"
Juan José Fernández Delgado - Aldeanueva de San Bartolomé (Toledo)




   Pero no era necesario esperar al sábado para que llegara al pueblo, atardecido, cualquier día de la semana,  Quico Marina con su máquina-chicharra y una película cien veces cortada y metida en una caja protectora del color del níquel y forma de una gran rodanca. Era, y es, «el rollo». Pocas veces venía directamente desde su pueblo natal, San Román de los Montes, aldea montuna que gana la avanzada de la Sierra de San Vicente, junto a Garciotún y Cardiel, también de los Montes. Saldría de su casa un lunes a media mañana en dirección a Talavera, en donde cambeaba la película con que había recorrido los pueblos de los alrededores la semana anterior por otra, y con ella se allegaría hasta los pueblos y aldeas que marcan las lindes de la provincia de Toledo.

   Lo cierto es que Quico Marina llegaba en la Doaldi, muchas tardes y siempre antes de que se pusiera el  sol, procedente del poblado obrero talaverano conocido como Patrocinio, en donde tenía, de por vida, concertada la cena y apalabrada la cama; o de Alcolea, después de haber «echado» cine también para deleite de los colonos de El Bercial, y se apeaba entre las puertas falsas de don Enrique y un corralillo que daba cobijo a «la posá del tío Eliso» y a la tienda de «tía Marchena». Ahí, precisamente, la camioneta, que en aquellas altas fechas era conocida en el pueblo como la Blanca Chata,  tenía su parada, tanto a la ida como al regresar de la alta Extremadura...
 
  Y entre la enorme polvareda que traía cuando llegaba, o que dejaba tras de sí al pasar delante de «el Lagar», recuerdo a un cobrador jorobado, de cara ancha y nariz recta y pronunciada en demasía, debajo de la cual se perfilaba un bigote «franqueado». Su mirada es traviesa y tiene el genio pronto y afilado, y rodeado siempre de malas pulgas que buscaban las patillas de los muchachos si daban en estorbarle en su trabajo. Sobre la oreja llevaba un lápiz de ¿carpintero?, que escribía en azul cuando mojaba la punta en el ápice de la lengua, y en la comisura de los labios sostenía un cigarro de «caldo gallina», que él mismo se había liado, a pesar del traqueteo de la camioneta, y siempre estaba apagado. Excepto los días de guardar, iba metido en un mono azul, cuya cremallera color áureo se prolongaba desde el cuello hasta el punto más bajo de la bragueta; y, siempre, tocado por una boina «sin capar». «No hay güevos pa caparla», le oí decir un día o dos a tres guasones del pueblo que con él se andaban entre bromas, mientras subía y bajaba dieciséis veces la escalerilla de la camioneta. Recuerdo, digo, verle «gatear» por la escalerilla con una maleta o una cesta de mimbre con cincuenta ataduras para alcanzar la baca del auto... Luego, extendía la lona sobre los bultos, la reataba y decía dando un portazo: «Vámonos, Marcelino».

  Lo primero que hacía Quico Marina al apearse de la «Blanca» era entrar en la posá para garantizar la cena y la cama e, inmediatamente, se iba a la taberna de Fausto «el Rojo», que allí cerca estaba para hacerse ver y vocear que traía una película de indios:
  —«El bueno» es un tío cojonúo que mata a todo el que se le ponga por delante. Da cada puñetazo que me duelen hasta a mí las muelas cuando le veo arrear a diestro y siniestro... Lo que traigo hoy no tiene precio. ¡Esto hay que verlo! —decía vaciando un chato en el bar de tío Sinfuriano regentado, entonces, por Pepe Gurriato, o en la taberna de la Recovera, o en el Portalillo, o en el café de Juan Pascual que, a la postre, sería la enseña del cine en Aldeanovita, con el sobrenombre de Los Claveles, junto a La Perla del Sur, los dos grandes bastiones cinematográficos en la historia del cine de la aldea.
 
  Y la llegada de este hombre enjuto, de cara redonda adornada por un bigotito bien perfilado, ojos pequeños, mas de mirar penetrante y audaz, voz ronca de tanto gastarla haciendo parroquia y, luego, comentando muchas veces las películas mudas que «echaba»; tocado de gorro de paño color mazarrón y siempre chaqueta de la misma color que el sombrero, su llegada al pueblo, digo, se extendía por todas las callejas con la velocidad de las malas noticias, y significaba un revulsivo que soterraba por completo lo anodino de la vida aldeana.
   —Oye, que también llevaba boina Quico Marina —me dice la memoria.
   —Ya, ya lo recuerdo. Es verdad. Pero jamás los fines de semana.
   — ¿Y por qué le llamaban «Marina»?
   —Por asociación con el Quico Marina del pueblo y, además, se parecían en la carnes prietas y pocas chichas.
 
  Otras tardes llegaba tío Fermín, nuestro paisano, que también traía películas de indios, y otras de protagonista y melodrama: La hija de Juan Simón, Ahí viene Martín Corona... A estas dos películas que, indudablemente, marcaron un hito importantísimo en la historia del cine en Aldeanovita y que, aún, la memoria popular recuerda con nostalgia, se ha de unir por derecho propio Esa voz es una mina, protagonizada por Antonio Molina, con la que popularizó su canción Soy minero, canción que, aún hoy día, resuena en el cruce de las carreteras la voz de Chine Pulpo.
 
   En honor a la verdad, hay que señalar que tío Fermín, por ser nativo de Aldeanovita, gozaba de una sutil ventaja sobre Quico Marina:
   — ¿Cuál? —se preguntarán más de dos.
   —Pues, muy sencilla: una hora antes de que empezara la función, mandaba a todos sus sobrinos y a los nietos de tío Sinfuriano con sus respectivas silletas al salón de autos para «hacer bulto» con que reclamar a la parroquia, algo que, si no prohibido, no le era dado practicar a Quico Marina, precisamente, por «fuereño».
 
  Y aún se presentaba un tercer cineasta que, junto a los otros dos, ha de ser considerado, con toda razón y la máxima objetividad de este anciano y pajolero mundo, precursor de la muy arraigada afición al cine en Aldeanovita. Me refiero a un hombre al que tampoco le faltaba el bigotito recortado que, procedente de Valdelacasa de Tajo, siempre traía junto a la máquina-chicharra y «el rollo» encerrado en la rodanca de níquel unos buenos chaparrones, casi nunca esperados y necesarios las menos de las veces. Por eso, cuando aparecía, o se sonaba que ya había llegado con la penícula y su disposición a «echarla» en el salón esa misma tarde, algún guasón, de los que nunca faltan, ¡ni han de faltar!, mirando a los cielos, voceaba:
   —Bacalao ha venío. Ya lo sabís. Esta tarde-noche llueve.
   — ¿Cómo bacalao? ¿Qué quieres decir? —preguntaba un vecino ayuno en guasería.
   —Sí, hombre, sí: va calao, mojao. ¿No ves que llueve siempre que acude por aquí el tío de Valdelacasa?
  
  ...Esos días de cine, el pueblo entero vibraba desde lo más hondo de sus entrañas al conocer que cualquiera de los tres cineastas había llegado. Mucho tiempo antes de que empezara la función, las calles se convertían en verdaderas riadas de aldeanos procedentes de todos los barrios portando sus respectivas sillas, bien al hombro, bien cogidas del respaldo. ¡Todas las calles y las plazuelas se han ensanchado para dar cabida a tanto entusiasmo, y han allanado su pavimento para mantenerlo en toda su extensión! Ahora, abro el catalejo y veo bajar desde la Zorra al inolvidable Quico Chápiles con su silleta al hombro abriendo la procesión; poco después, viene Julio «Chorcas» y Glaria, Santiago y Chules Valero; braceando en busca de un ritmo pronunciado y con una ancha sonrisa, callejea Julián «Tata», el amigo de los indios. Vienen más atrás Galápago y José «Pantalones» sin hablarse; detrás, Florín «Chiriques» y, más allá, arrimado y mirando a la pared para que no le viera nadie, Nanín Reto. Veo también a José Luis «Marqueso», a su primo Repeinao y, traspuesto, a Quiño. Bodas y José «Tadeo» ríen al socaire de una esquina. Chine baja cantando Una paloma blanca; un poco antes, Cristeto con su hijo Benjamín, quien años después será asiduo contertulio en las reuniones que Alejo «Tirillas» ilustraba en la sala de máquinas. Desde Triana, bajan también con sus respectivas sillas todos los Tejeros y los Canarios, y algunos Guerrillas, y Jesús  «Pocopico » y un par de Pinetes. Simón «Gato» y Miauco traen de la  mano a Faltiqueras, el más pequeño de la casa. Desde el barrio el Legío, que no es otro que El Egido, suben por la carretera Jesús «Duro» y Jesusín «Arrecío», Felisín Gordo, los Negocios y los Marrupes, y otros aldeanos que no puedo distinguir. Oncho y Popinas. Dos o tres Apañaos... y algunos Juaquinillos.
   — ¡Oye, que no falta nadie! —alguien me dice.
   —Sí, que no ve a ningún Casca —alguien corrige y dirán más de dos.
   —Mira. Por allí vienen Juanito, el de «mis mulillas», y Perico lanzando ocurrencias y donaires.
  
   Por la calle de la Iglesia se acerca Chupacharcos; más allá, diviso a su hermano Visita. Martinillo Aleluya... Desde El Calvario se allegan los Chicheras, Avelino «el Mozo» y Pepe «Jormiga»... Andrés Chichas... Serafín intenta desaparecer metiéndose entre el hueco que dejan  dos sillas colgadas de los hombros de sus respectivos dueños en la estrechez de la puerta de entrada al salón... Hombres, mujeres, muchachos que buscaban el modo de colarse sin pagar y muchos niños, que ya habían dejado de serlo, todos, acudían sonrientes y entusiastas al salón de tío Sinfuriano provistos de sus respectivas sillas más de tres cuartos de hora antes de que empezara la función...
   — ¿Y por qué acudían con tanta antelación? —me preguntas.
   —Pa coger sitio, que si no, no ves na.
 
   La luz amarillenta y titubeante, que bajaba de una bombilla ahorcada de un cordón en medio de la sala, se veía reforzada por el vigor de dos babosos carburos y, juntos, alargaban las figuras de las gentes aldeanas y realzaban su entusiasmo intensificado al calor de la vocinglera muchedumbre.
  
   Luego, algarabía, silbidos, pataleos cuando se cortaba el celuloide; risas y comentarios sobre lo que acababan de ver, al siguiente corte; cachetes burlescos que nacían y se perdían nada más nacer a modo de collejas, e interjecciones sonoras y altisonantes cuando el galán se disponía a  besar a la actriz y la mano de la censura aparecía en forma de un negro nubarrón... También lágrimas cuando Juan «Simón» se aprestaba a enterrar a su hija por ser el único enterrador en el pueblo...
 
  Cuando se iba la luz, lo que ocurría con excesiva frecuencia, Quico Marina, guiado por su libre albedrío, comentaba con el desparpajo de cualquier afamado orador el desarrollo de la película, alumbrado por la candela de los carburos y escuchado por los parroquianos con la misma atención que prestaba a la voz sonora que, sin apoyo de cineasta alguno, acompañaba el transcurrir del celuloide.
  
  Toda la magia se hilvanaba desde una mesa que se colocaba en el fondo del salón, justo delante del mostrador, o sobre el entarimado que servía de plataforma a los músicos. Desde allí, salía un chorro de luz que se convertía en puentes, montañas, indios, caballos, ríos, multitudes, selvas y ciudades... Mas, la magia del cine no terminaba cuando se superaba el último corte del celuloide y la gente se marchaba a casa: al día siguiente, la impronta popular adjudicaba peculiaridades, frases, andares o parecidos a algún aldeano, o se repetían escenas, o se intentaba imitar la canción de Soy minero, que Antonio Molina redobla en la película y, luego, Chine Pulpo pregonaba por las arterias populares...
 
   La ilusión del cine se mezclaba en y con la vida cotidiana y se prolongaba hasta que llegaba la próxima película. Pero, en aquellas sesiones nocturnas, llenas de ingenua fantasía y de desparramada imaginación, lo cotidiano y lo popular, lo meramente aldeano, se evaporaba, se desvanecía por completo, y las duras actividades, y la cruda realidad; de modo que los espectadores se adentraban en las entrañas del celuloide y se sentían afectados por todo lo que en la pantalla ocurría. Así, una de aquellas mágicas noches en que el protagonista había sido robado sin el beneplácito de los asistentes y, acodado en la barra del saloon, preguntaba desafiante quién había sido el atrevido, un joven aldeano, con el grito extendido por la magnetizada sala le ayudó a identificarle:
   — ¡La gitana! ¡Ha sío la gitana! —se desgañitaba llenito de santa razón.
 
   Y otra de aquellas fantásticas sesiones en que la penícula iba de combates aéreos ocurridos en la Segunda Guerra Mundial, otro joven aldeano, como viera que los aviones pasaban rozando las cabezas de los reunidos y presintiera que en cualquier momento se estrellarían y, por necesidad, ocurriría una catástrofe en el salón de tío Sinfuriano, en los primerísimos lances cinematográficos, abandonó el peligroso recinto a pasito ligero y la cabeza gacha.
 
   Así se vivía el cine en Aldeanovita y así se fraguó su afición al celuloide; y de esa manera, ¡ay!, se desarrollaba el acontecimiento hasta superada la mitad de la década de los cincuenta. Y para complacer a esa entusiástica afición, se levantaron, a finales de esa década, dos salas,  dos, y la satisfacían con varias sesiones a la semana, previo permiso del Sr. Alcalde: la de Los Claveles, gobernado y amenizado por Alejo «Tirillas», y La Perla del Sur, dirigido por Marceliano «Visita». Cada uno daba su correspondiente sesión la tarde de los sábados, y dos —tarde y noche— los domingos y demás fiestas de guardar. ¡Y se llenaban sus respectivos estómagos!, sobre todo en los pases vespertinos, a los que acudían aldeanos de las parroquias lindantes.

  En efecto, la afición al cine era enorme, tanto que se da por muy verídica esta anécdota en el afamado Corro de las Mentiras y se lee en los viejos anales de Aldeanovita: una noche en la que había cine, llegó el hombre a su casa no falto de cansancio y, mientras se lavaba en el cubo, junto al brocal del pozo, le informó la mujer de que había cine en el salón de tío Sinfuriano. Los dos muchachos esperaban expectantes el argumento del padre:
   — ¿Cine? —preguntó.
   —Sí, cine —contestaron los hijos a la par.
   —Pues ya lo sabís: o ci o ce.
   Y los mozuelos respondieron en voz alta e inequívoca:
   —Padre, queremos ci.
   —Pues, hala, al cine, que hoy no hay cena.
 
   Es cierto también que para fomentar la afición los cinéfilos, ya Marceliano, ya Alejo, patrocinaban concursos infantiles con entradas gratis durante largas temporadas. Así, el juego de la piñata de aquellas fiestas de San Bartolomé llevaba como premio en uno de los pucheros de barro, que había que romper con un palo mediante un golpe maestro, entrada gratis en La Perla del Sur desde esa misma tarde hasta la de San Bartolomé siguiente, amén de un botellín de cerveza. Y el avispado zagal fue Rufino, Rufino «Butaca», el cual dio en cambear el botellín por una botella de gaseosa manufacturada en la fábrica Salerito. Y así, nuestro paisano asistió a todos los pases que dio Marceliano «Visita» aquella temporada, excepto a uno, como sabrá quien leyere.
 
   Cada sala se especializó en una modalidad fílmica: La Perla del Sur se aprestó a proyectar películas melodramáticas o de humor, protagonizadas muchas de ellas por Paco Martínez Soria: La ciudad no es para mí, El abuelo tiene un plan, Hay que educar a papá; también La balada de Narayama, Café de Chinitas, en la que Antonio Molina y Rafael Farina evocan entre amores, celos y rivalidades el legendario café cantante malagueño; Un señorito andaluz, El último tren de Gun Hill...
  
  Su portada principal, la de La Perla, estaba adornada con llamativos rótulos y escenas significantes en las que se veían gigantescos pistoleros en posturas elegantemente incómodas. El rótulo Los Claveles ocupaba gran parte de la fachada color pastel...                                         ¡Recuerdo cómo iba surgiendo la rectangular sala sobre lo que había sido un gran corralón siempre repleto de cebones...! Se había presentado desde Talavera una cuadrilla de albañiles gobernada por Luciano... ¡Cómo lanzaba los cubos de cemento...!
 
   En relación con La Perla del Sur, existe una página que ha quedado grabada en los rancios anales de Aldeanovita... Fue la tarde de un día de Reyes. La sala estaba al completo, de modo que no faltaba ninguno de los asiduos asistentes, excepto el agraciado Rufino que había ignorado su merecido pase gratuito y se fue a la sesión de Los Claveles.  Los espectadores seguían atónitos lo que ocurría en la pantalla. En efecto, Alfred Hitchcock había desplegado la malla de la intriga en el suspense De entre los muertos y mantenía hechizados a todos los concurrentes y le daban toda su atención; y era tanta que una aldeana, cautivada entre todas por la magia del cine, había traspasado la sutil tela que separa la vida de los vivos de la de los gnomos, y se avino a confundir la ingenua realidad de la aldea con la fantasía con que el cinematógrafo atrapa a los atentos y, sobre todo, primerizos espectadores... Y, de pronto, el techo de la sala dio en caerse. Primero, fueron unas láminas de yeso próximas a la pantalla; luego, cayeron las tejas y dejaron ver los primeros luceros de la noche. Al poquito, se desprendieron más planchas y golpearon sobre las butacas y sobre los desconcertados espectadores, y más tejas, y después muchas más. Fue entonces cuando la aldeana dijo a su hija:
   — ¡Ay, hija, mira qué propio es too esto! Se ve que la penícula va de obras, y paece toa ella de verdad —exclamó cuando una hoja de yeso la golpeó en el hombro.
   —Sí, madre, mu propia, pero vámonos corriendo, que el cine se cae de verdad.
  
  Alejo «Tirillas» gustaba del cine de acción, aunque él era hombre pacífico y de amena conversación si el contertulio le merecía su confianza; si no, se encerraba en los monosílabos «sí» y «no», y poco más. Gustaba también, y mucho, del flamenco, por lo que las tardes de cine daba a los altavoces los cantes de La Paquera de Jerez, La Niña de los Peines, Antonio Mairena, Antonio Molina, al que llamaba de modo particular y amistoso «el gato»; también, Manolo Caracol, Juanito Valderrama y las primeras disputas flamencas con su nueva mujer, Dolores Abril, Pepe Pinto... Los sábados y los domingos, Alejo lanzaba a todos los vientos de Aldeanovita estos cantes flamencos una hora antes de que empezara la función, y se extendían por los campos, y llegaban a los altos del Castrejón, y se introducían también en los corrales, de modo que urgían a terminar las tareas cuanto antes... La Flecha envenenada, Kid Karson y El Toro, Toni Aguilar, Jorge Negrete, Gaston Santos... Una bala es mi testigo, Con la muerte en los talones, Látigo negro, La máscara del zorro, El puente sobre el río Kwai...
 
   En estos tiempos, la magia del cine empezaba el viernes por la tarde, cuando Alejo y Marceliano extendían las carteleras a lo largo de las fachadas de sus respectivos cines: luego, durante la proyección, intentabas atrapar el momento que la fotografía te había mostrado; al terminar la película, se acudía también a las carteleras para recordar lo que precedía a la imagen atrapada y cómo continuaba la cinta a partir de ahí...
  
  Acabado el último pase, los cineastas recogían las fotos callejeras y esperaban la llegada del próximo viernes...
   Sí, es cierto, pero no lo es menos que en el pueblo, por todas sus callejas, por sus corrales y tesos, por sus campos todos, quedaba desplegada la magia del cine y acompañaba en todas sus actividades hasta la próxima sesión a las gentes, a todas las gentes de Aldeanovita, Aldeanovita la bien nombrada.

EL CORRO DE LAS MENTIRAS
Pequeñas Historias Rurales
Autor: VV.AA.
Editorial: Princesa Editorial S.L.
Temática: Novela costumbrista
Venta: Amazon
Formato papel: Tapa blanda
Tamaño: 13’97 x 21’59 cm
Nº de páginas: 268
Precio: 13,15 €
Formato digital: Kindle
Precio: 3,55 €
Contacto: davidgv1975@gmail.com