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jueves, 21 de agosto de 2014

La última golondrina. Cuento. Parte 2ª



   LA ÚLTIMA GOLONDRINA- 2ª parte.

Atolondrado desde el encuentro, aquella tarde llegué a  sacar de quicio a mis padres.
“¡Baja ya de la luna!” que “¡Solo tienes pájaros en la cabeza, -machacaban una y otra vez-

Conforme pasaba el día y aumentaba la tensión llegué a temer que aquella noche me castigaran sin títeres. Y para que mi incertidumbre fuera completa, negros nubarrones asomaron tras las  Sierras de La Nava y Altamira. Con el corazón encogido me asomé  a la barandilla del corredor. Los trallazos eléctricos y los truenos rebotados de cerro en cerro amenazaban con desatar el diluvio sobre La Jara.

De repente, el hachazo de un relámpago rasgó la nube y un seco chasquido estremeció las raíces de la casa. La perra temblorosa se refugió en la cuadra y la golondrina se achantó hasta desaparecer en el viejo nido.

Para conjurar el rayo mi madre seguía un completo ritual. Abandonada la costura, se cubría el cabello con un pañuelo, volvía el espejo del revés y tras santiguarse con el fulgor de cada relámpago, rezaba: Santa Bárbara bendita/ Que en el cielo estás escrita/ Con papel y agua bendita/ En el ara de la cruz/ líbranos siempre del rayo/ Pater noster buen Jesús.

Cada vez, los truenos rodaban más lejos de los relámpagos hasta volverse remotos, y solo cuando una gran claro se abrió por el oeste pude respirar aliviado. Al fin se largaba la temida tormenta y sus consecuencias quedaban reducidas a un juego de pirotecnia  y algunos goterones que apenas consiguieron matar el polvo.

   - Esta  fue una “nube huera”. – Escuché comentar a mi padre-
   -¿Padre, y esa, qué clase de nube es?
   - La nube huera no es otra, que “la que  mucho pee y poco mea” - me respondió en tono de humor conciliador -.

La luz lechosa del atardecer se desbordaba sobre el horizonte, para entrar lenta hasta extinguirse por las calles del pueblo. Pronto, entre los ecos y fosforescencias fantasmales de la tormenta brilló la primera estrella, y la luna llena asomada tras los cerros comenzó su ascensión, perfumada de matorral y tierra mojada.
                                                                                
De camino para recoger a Silverio, me cruzaba con los vecinos que cerraban sus puertas para acudir a los títeres. Otra vida despertaba entonces: Un grillo solitario afilaba sus élitros en algún pedernal y los vuelos fantasmales de la lechuza exploraban el rastro de las musarañas y los ratoncillos. Desde el viejo álamo, el autillo, presto a emigrar, intentaba conquistar a la luna con su aflautado kiuuuu, pero la luna pelona, pálida y boba desdeñaba sus requiebros. El pequeño búho insistía de nuevo con su Kiuuuu, y la luna testaruda, presumida y distante, ascendía vaporosa, compuesta para la función.

En su casa,  mi amigo todavía se afanaba en arreglar un reloj de cuco. Para su desesperación, al pájaro  lo mismo le daba por cantar las horas sin ton ni son, que se empeñaba en imitar las voces de la abubilla, del cuervo o de la urraca.
- Ahí le tienes, Golondrines. Delante de ese trasto averiado se ha olvidado hasta de los títeres.- Le disculpó su madre mientras le peinaba.
Ya en la calle y preocupado por el retraso empujé la silla tan decidido, que poco faltó para estrellarnos  la cuesta abajo.

A la hora anunciada apareció por un lateral Pura Canela de Cuba. Había en su mirada  un fulgor misterioso. Un vestido de flores ceñía su cuerpo y la oscura melena se desplomaba en cascada hasta su cintura. Con cálido acento cubano dio  la bienvenida y presentó a su marido como “Traga- Cirios, el descendiente de una antigua estirpe de faquires y encantadores de serpientes”. El faquir mostraba una barba afilada que remataba con un largo bigote ensortijado, y aparentaba tan poca cosa, que parecía a punto de desaparecer en los amplios bombachos. Completaba el atuendo con  un chalequillo abierto y un turbante.

El contraste entre la pareja era tan evidente, que el bromista de turno a nuestro lado  apuntó una comparación malévola: “El patio andaluz y el minino Misifú  “.

La actuación del faquir no defraudó. Sobre una mesa le esperaba su cena. Para abrir boca Traga- Cirios se zampó a mordiscos un plato y un vaso de vidrio, y de postre, para hacer honor a su nombre, una antorcha encendida; cuando comenzó a despedir  chispazos y humo por el tubo de escape, estalló la gran carcajada. Para digerir tan exquisitos manjares eligió una cama de afiladísimas púas; tan largo y plácido parecía su sueño, que Pura Canela decidió despertarle al son de una flauta. Pero la música solo consiguió despertar a una serpiente, que fuera del cesto, erguida como un garrote comenzó su danza. Por arte de birlibirloque, Pura Canela convirtió a la serpiente en un cohete, con cuyo seco estampido logró por fin arrancar de la cama a un espantado Traga- Cirios.

Fascinado por tanta magia, fijé mi mirada en una estrella solitaria y recordé con pena a mi pobre golondrina. Aunque estuve al borde de las lágrimas, conseguí dominarlas. Recordé la promesa de Pura Canela y me consolé con la cita del día siguiente.

Como cierre del espectáculo Pura Canela con el tambor y su marido con la trompeta, atacaron ritmos caribeños, y los chimpancés, ataviados con trajes tropicales bailaron al son, con tal frenesí, que  terminaron por contagiar al público. Sin saber cómo,  a la trompeta, al tambor y a las maracas se vinieron a sumar  los sonidos de otros instrumentos, hasta completar una gran e invisible orquesta.
Al instante, hechizados por  la música, todo el mundo  olvidó sus preocupaciones y hasta los solteros más recalcitrantes arrastrados por el ritmo llegaron a encontrar aquella noche novia.

También Silverio en su silla de ruedas aceptó mi galante invitación:
-   ¿Me permite usted un baile?
-   Aunque algo desengrasado, confío que no me chirríen mucho las bielas.-  Me respondió entre risas.
También la luna, acalorada, olvidó su pudor, se desprendió los tules y se bañó  en un charco;  y hasta la palmera del cine de verano asomada tras la tapia parecía mecerse en las  fragancias y brisas  de un soñado Caribe.

Todo un sueño del que  temía despertar. Y despertamos…claro que despertamos. Alguien gritó de pronto:
   - ¡Que vienen los civiles!

La orquesta enmudeció y todos paramos de bailar para mirar en el mismo sentido: Doña Florentina cumplía su venganza y seguida de su marido, de la  pareja de guardias y del cura, agitaba los brazos, gritaba y se desgañitaba como si la hubiera picado un arraclán o mordido un perro rabioso:
-  ¡Esto es un escándalo! ¡Esto es una indecencia intolerable!-

De inmediato la gente intimidada por la irrupción de Dña Folletines y su tropa, escaparon en desbandada. Silverio y yo, temerosos e  indignados decidimos seguir a cierta distancia  la peripecia de nuestros amigos: Los titiriteros seguidos de sus dos niños y de una fila de pobres monos disfrazados, fueron conducidos al cuartel y tras incautarles lo recaudado por “incitación al escándalo público” les ordenaron volver al campamento con la orden tajante de marcharse antes del amanecer.

Aquella noche me costó dormir. Me preocupaba que mis amigos se marcharan tan temprano que no pudiera llegar a tiempo. Sólo si las brasas se mantenían vivas hasta mi llegada podría llevar a cabo el sortilegio. Y otra vez volvieron a acecharme las pesadillas, hasta que los badajazos de las campanas las convirtieron en añicos. Alarmado, recordé que era domingo; eso explicaba que mi madre no me hubiera despertado antes para ir a la escuela. Me vestí y desayuné tan deprisa como pude y cuando salía disparado por la puerta, escuche como arreciaban los reproches de mi madre.

Del campamento titiritero solo quedaban sus tristes huellas: Algunas mondas de patata, excrementos de los animales y el círculo de piedras con el fuego apagado; contrariado por haberme dormido, hurgué las cenizas. Un ascua brilló al fin. La introduje entre un manojo de pasto seco y soplé a vivo pulmón. Al fin brotó un hilillo de humo y después una llamita con la que pude quemar la pajarita de papel. 

Al día siguiente, tras volver  de la escuela e ir a dar de comer a la golondrina me encontré el nido vacío. Una nube de hormigas aladas se agitaba en el cielo, rebotaban sobre el tejado, y aterrizaban en el corral. Las gallinas corrían como locas tras su captura. Asombrado y un tanto incrédulo descubrí como Avolar las cazaba en cortos vuelos para regresar a  posarse  en los alambres.  Loco de alegría grité a mi madre que entonces subía  a tender la ropa  al corredor:
   -¡Madre, madre, la golondrina ha vuelto a volar!
Mi madre formó una visera con la mano para mirarla y respondió  con un gesto de complicidad:
- ¡Las hormigas la convidaron a su boda!

Quizá contagiada por mi entusiasmo  y mientras  tendía la colada, me cantó “La boda de las hormigas aladas”:
   “Salgan a volar las hormigas/Solteras del hormiguero/ Que las bodas hormigueras/ Son bodas de mucho vuelo.
   Vestidas con blancos velos/ Hormigas del hormigál/ Vuelen en busca de novio/ Si es que se quieren casar.
   Salgan a bailar señoritas/ Un vals con los caballeros/Antes que caigan sus alas/  Y escapen a otro hormiguero. “

No había terminado mi madre su cantar cuando una bandada de golondrinas apareció sobre el cielo. Más que pájaros se me antojaban flechas disparadas contra  la nube de insectos.
- ¡mira madre, cuantas golondrinas!
- Esa es una bandada descarriada. Algún contratiempo las obligó a retrasarse.
Al poco rato, Avolar rompió su indecisión primera para unirse a la bandada, y por la tarde, todas, incluida mi golondrina con el buche atiborrado, desaparecieron.                                                  

* * *

Durante aquel otoño  se produjeron  algunas novedades: Como regalo de cumpleaños, el marido de doña Florentina la regaló un televisor, el primer televisor que llegaba a la comarca de La  Jara. Rita, mi perra, parió tres cachorros del mismo pelaje que el perrillo titiritero; Silverio se quedó con dos a los que bautizó como Voltio y Amperio, y Rosa “la Burra” se encaprichó de la cachorrilla.  Y la noticia más importante llegaría a las puertas ya de la primavera: El regreso puntual de las golondrinas y con ellas también de Avolar. La descubrí una mañana sobre los alambres del tendedero acompañada de un macho. Todavía llevaba la cinta roja anudada a la pata. Al verme, revoloteó a mí alrededor un  momento, para al fin desaparecer con  su pareja.

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