Páginas

miércoles, 27 de agosto de 2014

Golondrinas y aviones





Cogiendo barro para el nido:





Aviones construyendo el nido:





Golondrina en mi portal

Nidos de aviones


Nidos bajo alero en Belvís.


Nidos de aviones


Nidos de aviones. Puente sobre el río Tajo:




La hora de la comida

Nidos con golondrinos

Crías de golondrinas en el Nido:









Avión volandero


Preparadas para emigrar

Golondrinas desparasitándose


Aviones cazando insectos:




jueves, 21 de agosto de 2014

La última golondrina. Cuento. Parte 2ª



   LA ÚLTIMA GOLONDRINA- 2ª parte.

Atolondrado desde el encuentro, aquella tarde llegué a  sacar de quicio a mis padres.
“¡Baja ya de la luna!” que “¡Solo tienes pájaros en la cabeza, -machacaban una y otra vez-

Conforme pasaba el día y aumentaba la tensión llegué a temer que aquella noche me castigaran sin títeres. Y para que mi incertidumbre fuera completa, negros nubarrones asomaron tras las  Sierras de La Nava y Altamira. Con el corazón encogido me asomé  a la barandilla del corredor. Los trallazos eléctricos y los truenos rebotados de cerro en cerro amenazaban con desatar el diluvio sobre La Jara.

De repente, el hachazo de un relámpago rasgó la nube y un seco chasquido estremeció las raíces de la casa. La perra temblorosa se refugió en la cuadra y la golondrina se achantó hasta desaparecer en el viejo nido.

Para conjurar el rayo mi madre seguía un completo ritual. Abandonada la costura, se cubría el cabello con un pañuelo, volvía el espejo del revés y tras santiguarse con el fulgor de cada relámpago, rezaba: Santa Bárbara bendita/ Que en el cielo estás escrita/ Con papel y agua bendita/ En el ara de la cruz/ líbranos siempre del rayo/ Pater noster buen Jesús.

Cada vez, los truenos rodaban más lejos de los relámpagos hasta volverse remotos, y solo cuando una gran claro se abrió por el oeste pude respirar aliviado. Al fin se largaba la temida tormenta y sus consecuencias quedaban reducidas a un juego de pirotecnia  y algunos goterones que apenas consiguieron matar el polvo.

   - Esta  fue una “nube huera”. – Escuché comentar a mi padre-
   -¿Padre, y esa, qué clase de nube es?
   - La nube huera no es otra, que “la que  mucho pee y poco mea” - me respondió en tono de humor conciliador -.

La luz lechosa del atardecer se desbordaba sobre el horizonte, para entrar lenta hasta extinguirse por las calles del pueblo. Pronto, entre los ecos y fosforescencias fantasmales de la tormenta brilló la primera estrella, y la luna llena asomada tras los cerros comenzó su ascensión, perfumada de matorral y tierra mojada.
                                                                                
De camino para recoger a Silverio, me cruzaba con los vecinos que cerraban sus puertas para acudir a los títeres. Otra vida despertaba entonces: Un grillo solitario afilaba sus élitros en algún pedernal y los vuelos fantasmales de la lechuza exploraban el rastro de las musarañas y los ratoncillos. Desde el viejo álamo, el autillo, presto a emigrar, intentaba conquistar a la luna con su aflautado kiuuuu, pero la luna pelona, pálida y boba desdeñaba sus requiebros. El pequeño búho insistía de nuevo con su Kiuuuu, y la luna testaruda, presumida y distante, ascendía vaporosa, compuesta para la función.

En su casa,  mi amigo todavía se afanaba en arreglar un reloj de cuco. Para su desesperación, al pájaro  lo mismo le daba por cantar las horas sin ton ni son, que se empeñaba en imitar las voces de la abubilla, del cuervo o de la urraca.
- Ahí le tienes, Golondrines. Delante de ese trasto averiado se ha olvidado hasta de los títeres.- Le disculpó su madre mientras le peinaba.
Ya en la calle y preocupado por el retraso empujé la silla tan decidido, que poco faltó para estrellarnos  la cuesta abajo.

A la hora anunciada apareció por un lateral Pura Canela de Cuba. Había en su mirada  un fulgor misterioso. Un vestido de flores ceñía su cuerpo y la oscura melena se desplomaba en cascada hasta su cintura. Con cálido acento cubano dio  la bienvenida y presentó a su marido como “Traga- Cirios, el descendiente de una antigua estirpe de faquires y encantadores de serpientes”. El faquir mostraba una barba afilada que remataba con un largo bigote ensortijado, y aparentaba tan poca cosa, que parecía a punto de desaparecer en los amplios bombachos. Completaba el atuendo con  un chalequillo abierto y un turbante.

El contraste entre la pareja era tan evidente, que el bromista de turno a nuestro lado  apuntó una comparación malévola: “El patio andaluz y el minino Misifú  “.

La actuación del faquir no defraudó. Sobre una mesa le esperaba su cena. Para abrir boca Traga- Cirios se zampó a mordiscos un plato y un vaso de vidrio, y de postre, para hacer honor a su nombre, una antorcha encendida; cuando comenzó a despedir  chispazos y humo por el tubo de escape, estalló la gran carcajada. Para digerir tan exquisitos manjares eligió una cama de afiladísimas púas; tan largo y plácido parecía su sueño, que Pura Canela decidió despertarle al son de una flauta. Pero la música solo consiguió despertar a una serpiente, que fuera del cesto, erguida como un garrote comenzó su danza. Por arte de birlibirloque, Pura Canela convirtió a la serpiente en un cohete, con cuyo seco estampido logró por fin arrancar de la cama a un espantado Traga- Cirios.

Fascinado por tanta magia, fijé mi mirada en una estrella solitaria y recordé con pena a mi pobre golondrina. Aunque estuve al borde de las lágrimas, conseguí dominarlas. Recordé la promesa de Pura Canela y me consolé con la cita del día siguiente.

Como cierre del espectáculo Pura Canela con el tambor y su marido con la trompeta, atacaron ritmos caribeños, y los chimpancés, ataviados con trajes tropicales bailaron al son, con tal frenesí, que  terminaron por contagiar al público. Sin saber cómo,  a la trompeta, al tambor y a las maracas se vinieron a sumar  los sonidos de otros instrumentos, hasta completar una gran e invisible orquesta.
Al instante, hechizados por  la música, todo el mundo  olvidó sus preocupaciones y hasta los solteros más recalcitrantes arrastrados por el ritmo llegaron a encontrar aquella noche novia.

También Silverio en su silla de ruedas aceptó mi galante invitación:
-   ¿Me permite usted un baile?
-   Aunque algo desengrasado, confío que no me chirríen mucho las bielas.-  Me respondió entre risas.
También la luna, acalorada, olvidó su pudor, se desprendió los tules y se bañó  en un charco;  y hasta la palmera del cine de verano asomada tras la tapia parecía mecerse en las  fragancias y brisas  de un soñado Caribe.

Todo un sueño del que  temía despertar. Y despertamos…claro que despertamos. Alguien gritó de pronto:
   - ¡Que vienen los civiles!

La orquesta enmudeció y todos paramos de bailar para mirar en el mismo sentido: Doña Florentina cumplía su venganza y seguida de su marido, de la  pareja de guardias y del cura, agitaba los brazos, gritaba y se desgañitaba como si la hubiera picado un arraclán o mordido un perro rabioso:
-  ¡Esto es un escándalo! ¡Esto es una indecencia intolerable!-

De inmediato la gente intimidada por la irrupción de Dña Folletines y su tropa, escaparon en desbandada. Silverio y yo, temerosos e  indignados decidimos seguir a cierta distancia  la peripecia de nuestros amigos: Los titiriteros seguidos de sus dos niños y de una fila de pobres monos disfrazados, fueron conducidos al cuartel y tras incautarles lo recaudado por “incitación al escándalo público” les ordenaron volver al campamento con la orden tajante de marcharse antes del amanecer.

Aquella noche me costó dormir. Me preocupaba que mis amigos se marcharan tan temprano que no pudiera llegar a tiempo. Sólo si las brasas se mantenían vivas hasta mi llegada podría llevar a cabo el sortilegio. Y otra vez volvieron a acecharme las pesadillas, hasta que los badajazos de las campanas las convirtieron en añicos. Alarmado, recordé que era domingo; eso explicaba que mi madre no me hubiera despertado antes para ir a la escuela. Me vestí y desayuné tan deprisa como pude y cuando salía disparado por la puerta, escuche como arreciaban los reproches de mi madre.

Del campamento titiritero solo quedaban sus tristes huellas: Algunas mondas de patata, excrementos de los animales y el círculo de piedras con el fuego apagado; contrariado por haberme dormido, hurgué las cenizas. Un ascua brilló al fin. La introduje entre un manojo de pasto seco y soplé a vivo pulmón. Al fin brotó un hilillo de humo y después una llamita con la que pude quemar la pajarita de papel. 

Al día siguiente, tras volver  de la escuela e ir a dar de comer a la golondrina me encontré el nido vacío. Una nube de hormigas aladas se agitaba en el cielo, rebotaban sobre el tejado, y aterrizaban en el corral. Las gallinas corrían como locas tras su captura. Asombrado y un tanto incrédulo descubrí como Avolar las cazaba en cortos vuelos para regresar a  posarse  en los alambres.  Loco de alegría grité a mi madre que entonces subía  a tender la ropa  al corredor:
   -¡Madre, madre, la golondrina ha vuelto a volar!
Mi madre formó una visera con la mano para mirarla y respondió  con un gesto de complicidad:
- ¡Las hormigas la convidaron a su boda!

Quizá contagiada por mi entusiasmo  y mientras  tendía la colada, me cantó “La boda de las hormigas aladas”:
   “Salgan a volar las hormigas/Solteras del hormiguero/ Que las bodas hormigueras/ Son bodas de mucho vuelo.
   Vestidas con blancos velos/ Hormigas del hormigál/ Vuelen en busca de novio/ Si es que se quieren casar.
   Salgan a bailar señoritas/ Un vals con los caballeros/Antes que caigan sus alas/  Y escapen a otro hormiguero. “

No había terminado mi madre su cantar cuando una bandada de golondrinas apareció sobre el cielo. Más que pájaros se me antojaban flechas disparadas contra  la nube de insectos.
- ¡mira madre, cuantas golondrinas!
- Esa es una bandada descarriada. Algún contratiempo las obligó a retrasarse.
Al poco rato, Avolar rompió su indecisión primera para unirse a la bandada, y por la tarde, todas, incluida mi golondrina con el buche atiborrado, desaparecieron.                                                  

* * *

Durante aquel otoño  se produjeron  algunas novedades: Como regalo de cumpleaños, el marido de doña Florentina la regaló un televisor, el primer televisor que llegaba a la comarca de La  Jara. Rita, mi perra, parió tres cachorros del mismo pelaje que el perrillo titiritero; Silverio se quedó con dos a los que bautizó como Voltio y Amperio, y Rosa “la Burra” se encaprichó de la cachorrilla.  Y la noticia más importante llegaría a las puertas ya de la primavera: El regreso puntual de las golondrinas y con ellas también de Avolar. La descubrí una mañana sobre los alambres del tendedero acompañada de un macho. Todavía llevaba la cinta roja anudada a la pata. Al verme, revoloteó a mí alrededor un  momento, para al fin desaparecer con  su pareja.

miércoles, 20 de agosto de 2014

La última golondrina. Cuento. Parte 1ª


LA ÚLTIMA GOLONDRINA-  Parte 1ª

                                                        Alfonso Yuncar
  
Hay pactos sellados por lazos indelebles, por leyes naturales nunca escritas. Este es el caso del acuerdo que establecieran los primeros humanos con las golondrinas: El agricultor las protegería y aceptaba que colgaran los nidos bajo sus techos, a cambio de que ellas  les ayudaran a controlar las dañinas  plagas de insectos. Desde entonces, las golondrinas supeditadas a los ciclos migratorios regresan de África cada primavera para cumplir su parte del trato.   

La historia que vengo a contar trata sobre una golondrina que durante un verano de los años 60 rompió su cascarón en algún cobertizo de comarca de La Jara (Toledo). Por entonces  yo era un niño un tanto despistado y fantasioso, que daba pié a que mis padres me reprocharan con frecuencia “Solo tienes pájaros en la cabeza”,  frase hecha, que en mi caso también respondía a  mi afición. Por que igual que había muchachos que se apasionaban con el fútbol o las películas del oeste, a mí me fascinaban los pájaros.

Hasta marzo no solían llegar las primeras golondrinas  y su llegada era tan bulliciosa que a nadie podían pasar desapercibidas. Tras su tradicional saludo de llegada “Fui al mar, pero ya volví, con mis tijeritas corté una raiiizzzz” comenzaban a reparar  su antiguo nido o a construir  otro nuevo en sitios tan cercanos como el  pajar,  la cuadra, el portalón o el corredor. Lo armaban con barro, boñiga de vaca, mezclados a su vez con raicillas, paja,  lana, plumas... ¡Cuantos viajes desde el  incipiente nido a la charca en busca de barro! ¡Qué pericia alfarera la suya! Con frecuencia me sentaba en el corredor y  boquiabierto seguía sus idas y venidas, cómo remontaban el aire, zigzagueaban, planeaban  a ras de suelo o lo más fantástico, como se deslizaban sobre el agua del abrevadero para levantar en el pico dos gotas de agua.

Con el nacimiento de las primeras crías y su creciente voracidad las parejas redoblaban  esfuerzos. A finales de verano, concluido ya su periodo de anidada, las últimas crías aprendían a volar. Tras el acelerado aprendizaje y los consejos finales de las más veteranas se cerraba un ciclo. Solo quedaba recibir la señal establecida para partir hacia África. Lejos quedaban ya las parvas tendidas al resistero y sus nubes de gorgojos que convidaban a la legión de pájaros a un continuo festín.
    
Una tarde, cuando  me encargaba de limpiar el gallinero, vino a caer entre la leña del corral una de aquellas golondrinas. Mientras la examinaba, su corazón parecía que fuera a estallarme en las manos. Pronto averigüé el alcance de su daño: Una herida en el ala y una pata rota; accidente tal vez producido en  un encontronazo con  los cables del tendido eléctrico.  Por las tiernas comisuras del pico concluí que se trataba de una golondrina nacida aquel verano.

Al mostrársela,  mi  padre  confirmó  la gravedad de la fractura. Si al daño añadimos la cercanía del otoño con la  disminución gradual de insectos y la difícil travesía del mar a que deben enfrentarse estos pájaros, su futuro no podía pintar más negro. Como no me resignaba a la fatalidad probé a  introducirle algunas moscas en el pico y tras darle a beber dos gotas de agua, decidí alojarla en el nido ya abandonado del corredor. Al día siguiente cuando subí a buscarla, me recibió con el pico abierto, impaciente por llenar el buche.

Fue a Silverio, un amigo mayor que yo  a quién se le ocurrió entablillar la pata  rota con una pluma de paloma y una pizca de yeso. Tras la operación, el cirujano hizo un amago de lanzarla al aire:
-¡A volar!- gritó de broma-.

Y “Avolar” decidió llamarla mi amigo. Pero el agua de aquel bautizo también me salpicó a  mí, por que desde entonces Silverio me colgó el apodo de Golondrines y con Golondrines me quedé. Así terminó por llamarme desde  el crió que apenas  balbuceaba sus primeras palabras  hasta el último mono del pueblo. Y llegó un momento, en que me acostumbré de tal forma  al apodo, que cuando mis padres me decían “Ciro esto o Ciro lo otro” me parecía que se dirigían a un extraño.

Más allá de la amistad, Silverio vino a ocupar el lugar del hermano que nunca tuve. ¡Pobre Silverio!, la vida no había sido generosa con él. Como las desgracias no suelen llegar solas, a la condenada enfermedad  que le llevó a la silla de ruedas se sumaría poco después la muerte de su padre. Tras la muerte paterna, Petra, su madre, decidió hacer  de tripas corazón y aceptar cualquier trabajo por duro que fuera: Lavandera, enjalbegadora, aceitunera, partera  y hasta en ocasiones, capadora de cerdos. Lo primordial  era poder  llevar un mendrugo de pan a casa  y algunas  monedas para  salir adelante.

Pronto, Petra y Silverio descubrieron los cursos por correspondencia: Petra aprendió el oficio de Corte y Confección y Silverio el de Técnico de radio. Aunque solo contara  14 años, Silverio era un muchacho tan despierto y progresaba tan deprisa, que según su orgullosa y ocurrente madre “Era capaz de inventar hasta bozales para pulgas”
                                                                        
Cada mañana al levantarme corría a dar de comer a la golondrina, pero  a pesar del apetito con que engullía  los insectos, continuaba sin  recuperase.  Era evidente que el tiempo corría en contra de Avolar.
Según pasaban los días el sol imponía su pereza,  y aquel  incendiario dragón que un mes atrás  calcinara  prados y sembrados, de pronto se había convertido  en un manso mastín; tan tierno y dulce, que con él los colores se derretían como caramelos en la boca: Limón y naranja en los chopos y cornicabras, café con leche o chocolate, en el llano labrado,  violetas marchitos en las sierras… y  en los cielos  crepusculares, pura  miel y jugos derramados de fruta.

Por fin llegó la señal esperada y las aves migratorias comenzaron a marcharse: Una tras otra, las diferentes bandadas de golondrinas se agrupaban un día sobre los cables y al siguiente desaparecían. Con las golondrinas también se marcharon los aviones y los vencejos, y un vendaval acabó por derribar de la torre de la iglesia el nido abandonado de las cigüeñas. Solo quedaban por pasar las grullas, y las grullas tampoco se hicieron esperar mucho. Una noche ya dormido, soñaba que sus graznidos  me invitaban a partir con ellas. Un presentimiento me despertó, de inmediato corrí a la ventana; y por un instante pude distinguir a la luz de la luna, como remaban en formación  hacia un sur más tibio y acogedor.

Desvelado, cerré los ojos con fuerza para volverme a dormir, pero las pesadillas se sucedían una tras otra: Mientras daba de comer a la golondrina, un gavilán se lanzaba en vuelo picado y me la arrebataba. Angustiado, atravesé las nieblas del sueño y al contemplar como se la zampaba sobre un peñasco, no pude evitar un grito de horror.
-         ¿Ciro, te ocurre algo?- escuché sobresaltada a mi madre.

Al pensar en mi pajarilla crecía mi incertidumbre. Si no recuperaba pronto el vuelo  ¿qué suerte correría? ¿Cómo podría sobrevivir cuando llegara el frío y faltaran los insectos? Incluso en caso de volar, ¿Qué señal misteriosa podría orientar su camino en solitario hasta  África?  Cuando Silverio  me señaló en su atlas la región tropical hasta donde suelen emigrar las golondrinas, a mí, que hasta el pueblo más cercano  me parecía el fin del mundo, se me encogió el corazón.

Como los insectos eran cada vez más escasos, se le ocurrió a Silverio otra brillante idea: Untar la tapa de un bote con miel para atraer a las moscas y así obtener además una ración más nutritiva. El invento funcionó y lo agradeció la golondrina que empezaba a lucir  una viveza y un lustre de plumaje antes desconocidos. A pesar de esa mejoría continuaba sin recuperar el vuelo. Una y otra vez, impaciente por que volara  la lanzaba al aire, pero tras unos breves aleteos, incapaz de mantenerse regresaba al suelo.
                                                  
Una mañana, Silverio me pidió que le llevara a casa del alcalde. Su esposa Doña Florentina, una maniática de los seriales radiofónicos, le reclamaba con  urgencia para que arreglara su radio. El capítulo final de su novela favorita se emitiría aquella misma tarde y la señora por nada del mundo quería perdérselo. Cuando mi amigo se hallaba en plena operación, llamaron a la puerta. Se trataba de unos  titiriteros que venían a solicitar permiso para  ofrecer su espectáculo aquella misma noche.

Componían la comisión una mujer de rasgos exóticos y un generoso escote,  que se presentó como Pura Canela, y su marido, un hombre de tez morena y tan pequeño que yo le sobrepasaba en altura.  Para convencer a la autoridad, Pura Canela describía las cualidades de sus actuaciones: “Un espectáculo lleno de arte y de magia, muy diferente a los que suelen representar otros titiriteros”. Y  enumeraba los importantes éxitos obtenidos  en su gira por el mundo; pero sus  explicaciones chocaban una y otra vez contra el áspero muro  de D.  Ciriaco:
 - Dudo mucho que su espectáculo posea la calidad moral que merece este pueblo; por tanto, de ninguna manera autorizaré su actuación.
 Doña Florentina, que desde la cocina  contigua no había perdido el hilo de la conversación, se atrevió a sentenciar entre dientes:
 - Bien dice el refrán: “De comediantes y titiriteros no fiarse ni un pelo”. Y si quieren comer, que trabajen como hacemos la gente decente.
De repente, Silverio que hasta ese momento solo parecía concentrado en la reparación, abandonó  la radio destripada sobre la mesa e indignado le soltó a Dña. Folletines:
  - Si esta noche nos quedamos sin títeres, usted se queda sin enterarse del final de la novela.
  - Que sepas botarate, que en este pueblo quién manda es mi marido y a los “pelagatos” como tú, solo  les queda  obedecer y decir  amén a todo.

Yo pensé que, ante las duras amenazas de la alcaldesa  Silverio cedería, pero lejos de reanudar el trabajo, el técnico giró la silla de ruedas y decidido se lanzó hacia la salida. Rápido le cerró el paso  Dña. Folletines  y tras frenarle  la rueda con el pié, en tono ya más conciliador le prometió que trataría de convencer a su marido.
Ante la inesperada rebelión, Doña Florentina y el alcalde se encerraron en el despacho a discutir el asunto. Durante la espera, entre la antesala y la cocina se espesó en el aire  el olor a repollo cocido mezclado  con  el perfume dulzón a alhelíes que desprendía la artista. La tensión  se rompió cuando la alcaldesa salió con el permiso firmado. Al entregárselo a la artista, su hocico se alargó como el de una raposa. Tras ellos,  Dña. Florentina pegó un portazo y volvió a la cocina; clavó su fiera mirada en el pobre Silverio y enseñándole los dientes  le lanzó:
   - Que te conste mentecato que esto no acaba aquí. Ya sabes el refrán que dice   “El que ríe el último ríe mejor “.

A pesar de la amenaza y el enfado,  mi amigo cumplió su parte del acuerdo y para celebrar la victoria nos unimos a los muchachos que en tropel se dirigían al campamento  titiritero. El lugar elegido era una explanada  con cuatro desmadejadas acacias a las afueras del pueblo. Junto al carromato habían levantado una tienda de campaña. Dos pequeños, hijos de los titiriteros jugaban a la peonza, y sobre el fuego improvisado entre unas piedras hervía una olla.  Las mulas reponían fuerzas repelando el pasto del baldío, y los monos, con cadena al cuello,  se despiojaban, amamantan a sus crías  o cavilaban con la mirada nostálgica perdida en las copas de los árboles.

Pura Canela asomó por una puerta del carromato y seguida de un perrillo de lanas, se acercó sonriente a Silverio y a mí para entregarnos una nota  y dos pesetas, con el encargo de que se los hiciéramos llegar al pregonero. El pregón escrito con letra menuda decía: “Pura Canela de Cuba/ y el gran faquir Traga Cirios / Ofrecerán esta noche/ en la plaza  mil prodigios / Desde pulgas danzarinas/ Hasta el vuelo de un borrico”.      

Tras cumplir el recado me acordé que la golondrina debía estar ya hambrienta   y corrí hacia mi casa. Mientras engullía ansiosa su ración, surgió un nuevo imprevisto: Mi perra Rita, tal vez excitada  por el celo, gruñía nerviosa y olfateaba bajo la puerta del corral. Al salir a la calle para espantar al supuesto pretendiente me tropecé con una sorpresa: El perrillo titiritero. Con la idea de atraparlo se me ocurrió sacar a la perrilla y utilizarla como señuelo, pero lejos de caer en mi trampa, fue ella, la muy bribona quién  escapó de mis brazos  y disparada como un cohete desapareció con él.

Cuando pude encontrarla, aproveché uno de sus momentos más apasionados para cazar al Don Juan. Rosa “La Burra” que con su niño en brazos debió seguir mi peripecia, me soltó su coz:
- Déjalos retozar, que esa perra tiñosa no vuelve encontrar otro  perro tan fino.
Harto de sus frecuentes burlas, decidí rebelarme entonces:
-        ¡Burra, deja ya de rebuznar y dale de mamar a tu buche!-       
   
De pronto, su boca se había convertido en el cañón de una metralleta disparadora de  venablos, que solo consiguieron despertar el berrinche del pobre crío. Abochornado, con el perro bien sujeto y la perra tras mis pasos esquivé sus  lindezas.  Ahora solo pensaba devolver el perrillo a su ama, que alarmada ya había salido  en su busca. Cuando se lo entregué,  Pura Canela, que debía contar con poderes mágicos, quiso corresponder  a mi favor con la concesión de un deseo.

Le conté la tragedia  de mi golondrina y mi preocupación por su suerte:
- El problema es que si no llega pronto a África no sobrevivirá- Le confié-.
- Cada problema encuentra su solución; así pues vuelve cuanto antes con tu pajarita  y veremos que podemos hacer.

Con la velocidad del rayo, regresé al campamento con la golondrina y tras un examen de Pura Canela, decidió retirarle la escayola. Después, alcanzó una hoja de papel y de varios dobleces consiguió una pajarita. Se desató la trenza de pelo y cortó en dos la cinta roja; con un trozo anilló la pata de la golondrina y con el otro enlazó la pajarita de papel. Todo en aquella mujer irradiaba magia y misterio: Su voz melosa, sus grandes ojos, los labios de encendido carmín y su oscura melena. La fragancia que desprendía, delicada al principio, empalagosa después, me produjo un cierto aturdimiento qué, Pura Canela me ayudó a despejar con una infusión de hiervas.

Con la promesa de que no faltaría  aquella noche a la función, me entregó la golondrina y la pajarita de papel,  con esta advertencia:
 - Mañana temprano nos marcharemos de éste pueblo; solo entonces deberás volver al campamento  y antes de que se consuman las últimas brasas quemarás en ellas la pajarita de papel. Si sigues mis instrucciones comenzará a cumplirse tu deseo.
 - ¿Y podrá llegar sola hasta África? – Insistí de nuevo preocupado.
 - Debes aprender  a ser paciente por que: < No es el martillo el que labra  los guijarros de río, sino la constancia paciente del agua > - me respondió-.
                                                                                                                                                                           Continuará…

viernes, 15 de agosto de 2014

Mohedas: Encuentro de música popular de La Jara 2014



Cantares, los de La Jara
  
Cantares, los de La Jara
los cantares de mi tierra
que brotan en la besana
y acaban en la taberna
al compás de las guitarras.

Cantares los de mi tierra
los cantares de La Jara,
cantares de surco y siega
y ronda que abre ventanas
cantares que al aire vuelan,
pájaros en desbandada,
los cantares de mi tierra.

Alfonso Yuncar.

Enrique Cordero (Guadalupe)

Enrique Cordero, tocando la badila

Enrique Cordero y Joaqui Baltasar

Joaqui Baltasar y Enrique Cordero

Tocando "La Rana"

Ronda del Poyo Largo, La Estrella

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Ronda del Poyo Largo

Música de Pueblo, Aldeanovita

Música de Pueblo

Música de Pueblo

Altamira (Mohedas)

Altamira

Altamira

Altamira

Altamira


           Encuentro Mohedas: