Páginas

viernes, 17 de enero de 2014

La Cencerrada de San Antón




La Cencerra de San Antón- A. Yuncar

“Por San Antón, gallinita pon”  decía mi abuelo, con la llegada de cada 17 de enero, y a quién mi abuela, también invariable respondía con su contra- refrán  “Sí… por San Antón gallinita pon, pero la que es buena pone por Nochebuena, y la que es mala va a la cazuela”.

A mi me importaba poco que las gallinas comenzaran  a poner antes o lo hicieran después, por que con la reciente matanza del guarro, casi todos los huevos iban a parar a la tienda  de tía Genara,  en trueque  de cualquier conserva  o a cuenta de una vara de  tela para confeccionar alguna prenda precisa, por que,  como solía ocurrir,  la ropa a fuerza de uso llegaba un día en que, entre zurcidos y remiendos no daba más de sí.

Lo importante para mí aquel día era subir a La Peña del Águila a correr  los cencerros con los demás muchachos. Pero tenía un problema: Mi padre había vendido ese año la piara de ovejas y el trato había incluido también los cencerros. Mi madre por consolarme había sacado no sé de qué rincón un cascabel. ¡Que cosa más ridícula! un triste cascabel… y ya preveía las burlas de mis amigos al comparar mi insignificante  cascabel con sus tronantes cencerros.

Si fue un  ángel o el mismo demonio quién me inspirara la solución ahora no viene a cuento. Las cabras de tío Crisanto me pillaban de camino y en el mismísimo cercón  uno de los machos encaramado a la pared ramoneaba las vecinas olivas. Como una tentación  la cencerra repicaba con cada cabeceo del chivo: “Don con din, ven a por mí, don sin din, tonto de ti”. Un mendrugo de pan duro me sirvió para conseguir su confianza. En el escaso tiempo que tardó en roerse el pan aproveché para arrebatarle la cencerra. De inmediato, loco con el botín, lo levanté y volteé para probar su sonido. ¡Que bien sonaba la  joia!  Más que cencerreo  parecía el campanilleo metálico de la mejor esquila. Pronto comprendí, que afinada en el aire puro de las cumbres, solo podía sonar a gloria bendita. Ya adivinaba la sorpresa de mis amigos cuando me vieran aparecer con la cencerra, y su envidia al escuchar su limpio tintineo contra  el machacón dolondón de sus cencerros.

Durante todo el día gozamos como locos con el acarreo de leña para que no se apagara la gran lumbre. Incansables y con la bulla de una bandada de gorriatos callejeamos una vez tras otra por el pueblo para culminar siempre en La Peña del Águila, con el machacón cencerreo y el cantar al Santo:

San Antón como era viejo
Tenía barbas de conejo
Y su hermana Catalina
Las tenía de gallina
Y su hermana Sinforosa
Las tenia de golosa.
                                                                                                       
Anochecido y ya de vuelta a casa quise devolver al chivo lo que en justicia le pertenecía. Como las cabras ya se hallaban encerradas en el corral salté la pared. Localizado el macho me acerqué confiado para colgarle su  cencerra, pero el muy cabrito lejos de recibirme como amigo me envistió a traición con tal testarazo, que casi me lanza fuera del corral. Aturdido y embarrado logré llegar a casa, aunque sin poderme explicar como había podido escapar de tan inesperado trance. Tantos años después sigo sin olvidar  la expresión de espanto de mi madre cuando me vio entrar por la puerta. Tampoco se me olvida, que aunque aquella fue una de las noches más frías del invierno, sin pretenderlo, yo dormí doblemente caliente.
  


2 comentarios:

  1. que historia muy bonita, debo leer otra vez para entender a todo,

    ResponderEliminar
  2. Me encanta el relato. La niñez , la candidez, el riesgo, la tradición ,la melancolía, el recuerdo, ....Hay tantas cosas....
    Esther G.

    ResponderEliminar