(A. Yuncar)
"No le pidas mucho a los Reyes, que este año
llegarán pobres” me había advertido mi madre el día antes. Mi padre redundaba,
“si este año vienen tan pobres quizá nada te traigan, por que, la nada es tan
barata…Y yo, cabizbajo me interrogaba si tendrían razón y un año más habría de conformarme
con mis juguetes de siempre, el carro construido con una lata, mis zancos de
botes o las canicas de barro cocido.
A
pesar del pesimismo que destilaba su diálogo yo mantenía una cierta ilusión y
esperaba que al fin, aunque poco, algo me trajeran. Desde luego mi
carta ya estaba escrita, y con ella en el
bolsillo esperaba la hora de acostarme para meterla en una de mis botas.
Con
la llegada de la noche y mientras mi madre cocinaba la cena a la lumbre, mi
padre volvía a especular con nuevas premoniciones que conseguían mantenerme en
vilo. Según había escuchado en el parte de la radio, la copiosa nevada que
había cegado los caminos y las señales de La Jara , suponía un serio problema para la orientación de Los
tres Reyes. Mi madre contrarrestaba
compasiva sus malos augurios:
“Yo
creo que podrán llegar hasta el pueblo, por algo son Magos”.
“Magos
son, pero los camellos que montan son simples camellos” volvía a la carga mi padre.
“También su poder alcanzará a lo camellos, Insistía ella”
No sé, no sé…….. movía la cabeza mi padre, con
una socarrona sonrisa que no me podía pasar desapercibida.
Ajeno
a la controversia, mi hermano mayor asaba bellotas y castañas entre las brasas. Cuando la cena estuvo preparada, mi padre
acercó la mesa junto a la chimenea y nos dispusimos a cenar. Más pendiente de
la cita que de otra cosa, despaché en un
santiamén las sopas de tomate con torreznos.
En
tanto mi madre recogía y fregaba los
cacharros, mi padre, con el puchero de agua caliente, llenaba las botellas que
habrían de atenuar el frío de las camas.
Antes
de marcharme a dormir me asomé a la ventana: La luna ufana se revolcaba en la
nieve del tejado y le lanzaba bolas al mastín, que juguetón, la provocaba con
sus ladridos desde el corral.
Una
estrella fugaz cruzó el cielo helado. Abrazado a mi botella, como un náufrago a su madero, me apresuré a emitir el deseo. Y aquel deseo sacudido por la magia estelar, de
inmediato comenzó a realizarse: La nieve helada que hasta entonces había
cubierto la parra y el granado,
comenzaba a desplomarse, los carámbanos del tejado a fundirse y el rumor del arroyo, cada vez se escuchaba con
más fuerza.
- ¡¡ Madre,
madre!! Mira como se deshace la nevada.
-
Me parece que como no te encuentren dormido, los Reyes pasan de largo esta noche.
Cuando
me metí en la cama mi hermano ya se había dormido. Arrimé los pies helados a la botella
y cerré los ojos. Con cierto sigilo mi madre entró y se llevó nuestras botas. Intenté
dormirme, pero justo entonces, comenzaba
sobre el tejado el coloquio de los gatos
en celo. Sus maullidos eran tan
escandalosos que durante un buen rato me mantuvieron despierto y entretenido en
traducir sus felinos requiebros tal y como un día me enseñara la abuela.
-
¿Me lo das Poloniaaaaaaaaa…..? -
Preguntaba cadencioso y lastimero el gato-
- No quiero Mateooooooooo….. - Le respondía llorona la novia -
- ¿Para cuando entonces…?
-
Pa luego, pa luego, pa luego, – cortaba
furiosa la gata-.
Me
dormí tarde y las pesadillas se sucedieron sin pausa: Camellos que se quedaban
atollados en la nieve, los hielos del Charcón que cedían bajo mis pasos descalzos……….
Por
fin escuché cantar al gallo en el corral, a éste le respondió el gallo del
vecino, al del vecino su próximo y así hasta que el último kikiriquiiiiiii del último gallinero del pueblo se topó con la
salida del sol.
Cuando
las caballerías reclamaron su ración de comida a rebuznos y patadas contra la
puerta de la cuadra, escuche levantarse y maldecir a mi padre. Debí volver a
dormirme, por que cuando me di cuenta, a mi lado solo quedaba el hueco frío de
mi hermano. Llamé a voces a mi madre que acudió al instante. Me ayudó a vestir y
antes incluso de darle los buenos días, le lancé la pregunta:
-Madre,
¿vinieron por fin los Reyes?
-
Yo no he encontrado rastro de ellos,
pero… al saloncillo todavía no he entrado.
Antes
de que terminara su respuesta corrí descalzo hacia la sala y empujé la puerta.
Mi hermano, feliz, sujetaba un trozo de caña y tallaba una flauta con la
navajilla que le habían traído aquella noche. En mi bota asomaba un plumier con
lapiceros de colores y una hermosa y brillante naranja. ¿Que más podía desear un niño campesino? Todos los colores del arco iris estaban allí,
y la naranja prometía el dulzor y exhalaba la fragancia de los huertos de Galilea. Feliz y nervioso, la
naranja se me escapó y rodó hasta los pies de mis padres; y fue mi madre,
mientras me calzaba las botas quien me confió:
-
Si te hubieras levantado un poco antes, hubieras podido distinguir las huellas de los camellos sobre la nieve.
Con
la llegada de la noche y mientras mi madre cocinaba la cena a la lumbre, mi
padre volvía a especular con nuevas premoniciones que conseguían mantenerme en
vilo. Según había escuchado en el parte de la radio, la copiosa nevada que
había cegado los caminos y las señales de La Jara , suponía un serio problema para la orientación de Los
tres Reyes. Mi madre contrarrestaba
compasiva sus malos augurios:
“Yo
creo que podrán llegar hasta el pueblo, por algo son Magos”.
“Magos
son, pero los camellos que montan son simples camellos” volvía a la carga mi padre.
“También su poder alcanzará a lo camellos, Insistía ella”
No sé, no sé…….. movía la cabeza mi padre, con
una socarrona sonrisa que no me podía pasar desapercibida.
Ajeno
a la controversia, mi hermano mayor asaba bellotas y castañas entre las brasas. Cuando la cena estuvo preparada, mi padre
acercó la mesa junto a la chimenea y nos dispusimos a cenar. Más pendiente de
la cita que de otra cosa, despaché en un
santiamén las sopas de tomate con torreznos.
En
tanto mi madre recogía y fregaba los
cacharros, mi padre, con el puchero de agua caliente, llenaba las botellas que
habrían de atenuar el frío de las camas.
Antes
de marcharme a dormir me asomé a la ventana: La luna ufana se revolcaba en la
nieve del tejado y le lanzaba bolas al mastín, que juguetón, la provocaba con
sus ladridos desde el corral.
Una
estrella fugaz cruzó el cielo helado. Abrazado a mi botella, como un náufrago a su madero, me apresuré a emitir el deseo. Y aquel deseo sacudido por la magia estelar, de
inmediato comenzó a realizarse: La nieve helada que hasta entonces había
cubierto la parra y el granado,
comenzaba a desplomarse, los carámbanos del tejado a fundirse y el rumor del arroyo, cada vez se escuchaba con
más fuerza.
- ¡¡ Madre,
madre!! Mira como se deshace la nevada.
-
Me parece que como no te encuentren dormido, los Reyes pasan de largo esta noche.
Cuando
me metí en la cama mi hermano ya se había dormido. Arrimé los pies helados a la botella
y cerré los ojos. Con cierto sigilo mi madre entró y se llevó nuestras botas. Intenté
dormirme, pero justo entonces, comenzaba
sobre el tejado el coloquio de los gatos
en celo. Sus maullidos eran tan
escandalosos que durante un buen rato me mantuvieron despierto y entretenido en
traducir sus felinos requiebros tal y como un día me enseñara la abuela.
-
¿Me lo das Poloniaaaaaaaaa…..? -
Preguntaba cadencioso y lastimero el gato-
- No quiero Mateooooooooo….. - Le respondía llorona la novia -
- ¿Para cuando entonces…?
-
Pa luego, pa luego, pa luego, – cortaba
furiosa la gata-.
Me
dormí tarde y las pesadillas se sucedieron sin pausa: Camellos que se quedaban
atollados en la nieve, los hielos del Charcón que cedían bajo mis pasos descalzos……….
Por
fin escuché cantar al gallo en el corral, a éste le respondió el gallo del
vecino, al del vecino su próximo y así hasta que el último kikiriquiiiiiii del último gallinero del pueblo se topó con la
salida del sol.
Cuando
las caballerías reclamaron su ración de comida a rebuznos y patadas contra la
puerta de la cuadra, escuche levantarse y maldecir a mi padre. Debí volver a
dormirme, por que cuando me di cuenta, a mi lado solo quedaba el hueco frío de
mi hermano. Llamé a voces a mi madre que acudió al instante. Me ayudó a vestir y
antes incluso de darle los buenos días, le lancé la pregunta:
-Madre,
¿vinieron por fin los Reyes?
-
Yo no he encontrado rastro de ellos,
pero… al saloncillo todavía no he entrado.
Antes
de que terminara su respuesta corrí descalzo hacia la sala y empujé la puerta.
Mi hermano, feliz, sujetaba un trozo de caña y tallaba una flauta con la
navajilla que le habían traído aquella noche. En mi bota asomaba un plumier con
lapiceros de colores y una hermosa y brillante naranja. ¿Que más podía desear un niño campesino? Todos los colores del arco iris estaban allí,
y la naranja prometía el dulzor y exhalaba la fragancia de los huertos de Galilea. Feliz y nervioso, la
naranja se me escapó y rodó hasta los pies de mis padres; y fue mi madre,
mientras me calzaba las botas quien me confió:
-
Si te hubieras levantado un poco antes, hubieras podido distinguir las huellas de los camellos sobre la nieve.
Precioso cuento Alfonso.
ResponderEliminarMuchas gracias. Abrazos
ResponderEliminarun cuento para el arbol de Josiane
ResponderEliminarmuy bonito
gracias y besos de tu prima
Precioso y tierno cuento.
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